martes, junio 07, 2016

Adagio


© Fundación Juan Rulfo
Escribir lento es como hablar bajo. Es una locución formada por un infinitivo y un adjetivo travestido de adverbio. Elegir una palabra y no otras, y situarla en una estructura sintáctica que sea correcta, requiere su tiempo. Llegar a expresar lo que se quiere decir con una formalidad literaria exige horas. No digo si, una vez encontrado el modo, hay que confirmar una fecha, un título o de dónde proviene un verso citado. Hablo por mí. Escribo por mí, debí decir. Debí escribir. Escribir en esta ventana a lo público da más satisfacciones que sinsabores. Me gusta pensar en que hay alguien que cree que cuando no estoy escribiendo aquí es que estoy escribiendo. En otro sitio y sobre casi lo mismo. Ser escritor lento tiene más ventajas que inconvenientes. Quiero decir que la lentitud tiene unas consecuencias poco apreciables, como no llegar a tiempo a un premio o prebenda, o dejar de ser uno de los primeros en dar noticia y opinión; y otras benéficas, como que alguien te elogie desmesuradamente cuando dice de algo que has escrito que resulta definitivo. Que poco más se puede añadir. Parece paradójico; pero escribir lento, a pesar de esas renuncias, siempre depara cosas buenas. Menos dinero. Si mi lentitud en el trabajo de escribir estos textos ha podido conferirles cierto grado de autenticidad, me siento satisfecho —Gil de Biedma. Nunca paramos de aprender. Bueno, sí, hay un punto final con el que todo acaba.

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