Después de don Julián Sanz del
Río (1814-1869) —entre otros—, en la España de los últimos treinta años,
cualquier reforma educativa no ha sido más que la constatación de un fracaso,
otra manera de asumir una incapacidad de llegar a un pacto responsable y una
nueva forma de afirmarse en la falta de voluntad para afrontar la cura de los
males más ciertos de una sociedad en crisis —sí, todavía en crisis. Así, con la
última reforma de los estudios universitarios. Si tal reforma se publica por
decreto, sin un debate previo entre los más directamente afectados, si lo que
encubre es una modificación de los requisitos para crear universidades que
favorece a la iniciativa privada y si lo que declara es un ataque a la
enseñanza pública, nuevamente, después de haberlo hecho con la educación
primaria, la secundaria, y ahora con este nivel superior —que no mejor—;
entonces, el desastre es mayúsculo y es una irresponsabilidad —otra— de quienes
están en el poder. Mi hijo, estudiante de segundo curso de Grado de Traducción
e Interpretación, me ha preguntado que si le afectará la reforma. En nada —le
he dicho—; cualquier reforma, siendo tú anterior, te beneficia, te pone por
delante de los que vienen después —le he dicho. Así están adelgazando, día a
día, el sistema público educativo español. Ojalá corrijan. Si no, no comprendo
en qué estarán pensando quienes nos gobiernan. ¿En tener en contra a todos los
estudiantes y a la mayoría de sus profesores? Así sí que podremos.
Tienes razón, Miguel Ángel. Esto es una pena. No sé quién ganará las próximas lecciones, pero que pierdan estos. O se haga la luz del acuerdo, el que estuvo a punto de conseguir Gabilondo.
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