viernes, agosto 02, 2013

Señales horarias


Salvo error o desfallecimiento, suelo saber la hora en que vivo; y me gusta. Uno está rodeado de señales analógicas y digitales que indican con precisión el tiempo en que uno está. Señales horarias en la radio, seguidas de la voz de un locutor que dice la hora y una antes, nunca menos, en Canarias; la presencia permanente en este ordenador del tiempo que pasa; el reloj de pulsera que sigo mirando en un gesto mecánico cuando en la calle me paro y vuelvo sobre mis pasos, como si fuese una brújula; los dígitos verdiexactos de un aparato que tengo bajo el televisor. El reloj de la cocina. La sintonía de un programa que empieza a hora fija. La misma voz de siempre. Incluso el ruido a primera hora de la mañana —y nada enojoso ya— del escobón y el carro del barrendero en el silencio de esta calle. Pero nada tan íntimamente gozoso como la señal del tiempo que llega por el tañer mecánico de una campana cuyo sonido, acordado con todos los signos modernos —la alarma del móvil, por ejemplo—, sale de las piedras viejas de la iglesia más cercana. El sonido de una campana que supera su significado horario y que algunos días comunica con júbilo unas bodas y otros con un tantán de muertos. Hay otro principio de novela —La Regenta la primera— en el que hay un personaje debajo de una campana. —Deja tu mano encima y te latirá en los dedos, le dice el párroco a Pablo en El obispo leproso de Gabriel Miró. «Parece que le circule la sangre de las horas y de los toques de muchos siglos. ¿Verdad que tiene también su piel con sus callos y todo?» Y es verdad; aunque en estos tiempos ruidosos sea difícil encontrar rincones en los que a uno le llegue limpio el sonido de una campana, que no nos atrevemos a remover «porque la tarde duerme dentro y se levantaría toda preguntándonos», como dijo don Magín en ese mismo sitio de esa novela de Miró.

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