Me conmovió mi madre diciéndome, casi sin venir a cuento, que ella no sabía que la vejez era así. Quiso llorar; y yo le quité importancia. Pero conmueve. Decía que era una lástima que no tuviese apetito; pero ese día se pimpló una caña sin alcohol con su correspondiente pincho después de misa y a la noche se comió una tapa de queso antes de cenar un filete de lomo de cerdo y un yogur. Hoy cumple ochenta y siete años. Mi madre, que a veces se confunde y me llama Josemari, ayer me sacó de dudas cuando le pregunté cómo se llamaba la puerta por la que entrábamos desde la casa en la que vivíamos hace más de treinta años hasta la oficina de mi padre, que estaba en la planta baja.
—El falsete —me dijo inmediatamente. Sin dudar.
Luego no supo acordarse de la palanca del teléfono —un conmutador que permitía compartir el teléfono de la oficina y el del domicilio familiar— ni del motor —necesario para llevar el agua del pozo hasta el depósito— que había que apagar bajando a la oficina por el falsete cuando avisaba el chorro de agua que caía desde el depósito hasta el patio, dos claves de aquella casa y de aquellos tiempos. La memoria. Felicidades.
Felicidades por ese cumpleaños de tu madre. Y por las entradas tan entrañables y vitales que le dedicas en cada una de sus estancias contigo en Cáceres. La verdad de la vida se impone con más fuerza que el otro artificio profesional de lo académico. Son seres irrepetibles, posiblemente como el poso de esos recuerdos de la casa familiar que he disfrutado con creces. De corazón, un abrazo, Miguel Ángel
ResponderEliminarGracias, Carlos, un abrazo.
ResponderEliminarYa lo sabes. A mi siempre me gusta cuando hablas de tu madre.
ResponderEliminarNo hay tildes en este teclado neoyorquino. O yo no las encuentro. Pero la ciudad vale por los teclados sin tildes, te lo aseguro.