viernes, abril 24, 2009

Escenas de lavabos (II)

Mi padre siempre que podía se lavaba las manos. Bueno, mi padre siempre que podía se lavaba las manos después de estrecharlas con alguien a quien había saludado. Lejos de la extravagancia, su actitud fue un signo más de su sentido común, al que aplicaba siempre un humor inteligente y fino. Ojalá haya heredado algo de él; y espero que el asma, la insuficiencia cardíaca y los ataques de gota no sean hereditarios. Mi padre siempre se lavaba las manos porque –decía– no sabía dónde las había tenido justo antes el que acababa de saludarle.
Me acordé hace unos años de él en un pueblo de Badajoz. Antes de entrar a un acto literario quise pasar al lavabo. Allí me encontré con un amigo que estaba mirando a la pared y terminando de descargar su necesidad. Se dio la vuelta, cerró su bragueta y, acto seguido, me entregó su mano derecha para saludarme:
–¡Hombre, Miguel Ángel! ¿Cómo va todo? ¡Cuánto tiempo sin verte!

Se la estreché; como habría hecho mi padre. Luego, me lavé las manos.

3 comentarios:

  1. No sé por qué me he acordado al leer estos encuentros urinanios y cordialidades pseudohigiénicas del poema Castilla de Manuel Machado: "El ciego sol se estrella / en las duras aristas de las armas" (...) "Por la terrible estepa castellana, /al destierro, con doce de los suyos / -polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga."

    Duro, muy duro, como casi todo... Sobrevive, amigo (yo también me lavo) Pilatos

    ResponderEliminar
  2. Yo me llevo todo el invierno con las manos agrietadas de tanto lavármelas, ya se ha convertido en una manía. Menos mal que en Sevilla el invierno dura poco. Y en el fin de los tiempos, aún menos. Un saludo

    ResponderEliminar