Me confesó que tenía casi terminado el relato de un pescador cubano que hacía muchos días que no cogía un pez cuando se enteró de que Hemingway había publicado en 1952 El viejo y el mar. Fue cuando, dos años después, le dieron el Nobel al escritor americano. Su pescador —me dijo— también se llamaba Santiago y por fin un día pescó un pez enorme. Recordaba incluso haber escrito en algún momento algo parecido a que el viejo pescador soñaba con los leones marinos.
—Que es el final de aquello—me recordó.
No fue la primera vez. De muy joven, cuando escribía versos, escribió sobre un amigo muerto en Sevilla un romance que empezaba así: “Voces de muerte sonaron / cerca del Guadalquivir”. Cuando le dijeron que aquello lo había escrito Lorca no se lo podía creer.
—¿Por qué? —me dije; sin preguntárselo, pues me dio reparo admitir que no había sido capaz de comprender los términos precisos de aquella tácita comparación.
Tiempo después tuvo que renunciar a otro relato con un río y una selva que había titulado El corazón de las tinieblas. Vivía aquello como un padecer arcano, una extraña ironía de una vida centrada en la afición por la escritura. Nunca dejó de escribir; y nunca le abandonó el temor de volver a escribir Cinco horas con Mario, algo parecido al último capítulo de Señas de identidad o Últimas tardes con Teresa, tres títulos que citó como del mismo año.
—1966. Escribí mucho aquel año. No llegué a publicar nada.
Luego me contó que aquel año murió su mujer, a la que había conocido en el 54, cuando se dio cuenta de que había escrito El viejo y el mar. Una mañana se sorprendió al leer en el folio aún enroscado en el carro de la máquina de escribir la frase: “El suelo de mi alcoba supo mucho de entregas.”. Desde entonces, fue buscando entre libros y lectores al autor de aquello. Murió en 1996, un año después de nuestro encuentro, sin haber logrado averiguar nada sobre la autoría de aquella frase que era el principio de un relato. Tenía ochenta años.
¿Cómo se escribe una sonrisa de reconocimiento, profesor?
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