domingo, marzo 18, 2007
El chico de la última fila
Poco público, muy poco público el sábado en el Gran Teatro de Cáceres. Lástima. Obras así merecen ser arropadas por aplausos sin el reverbero del vacío. Había allí profesores de instituto, y más de cuatro profesores de literatura, como el personaje de Germán (Ramón Barea), en quien, seguro, se reflejaron en el lamento hiperbólico de estar educando a bárbaros y con quien disfrutamos en la manera de leer la más alta literatura: Dostoyevski, Tolstoi, Kafka, Mann, Cervantes...
El texto de Juan Mayorga y el montaje de Helena Pimenta reúnen interés social, atractivo estético y sabiduría dramática. Con mejor expresión, y no la de estas torpes líneas, debería incitarse a acudir a esta función teatral como un modo de conocer el lenguaje teatral y de valorar al actor que se sube a un escenario; y, también, como un modo de amar la lectura y la escritura. Porque todo el marco de la obra lo conforman estas dos acciones: escribir y leer. Alguien, aunque sea obligado, como un alumno, escribe un texto, y otro, aunque sea por obligación, como un profesor, lo lee. Luego todo se complica y se dignifica gracias a un “Continuará”.
La propuesta de Mayorga materializada por “UR teatro” —una de las compañías que más me ha formado como espectador— va más allá de las relaciones entre profesor y alumno, entre padres e hijos, más allá de la sátira de lo contemporáneo... La he visto en clave didáctica, como otra lección de teatro en la que un actor de veintipocos años, alumno de interpretación (Carlos Jiménez-Alfaro), en el papel de Claudio, te enseña su vocación al lado de la madurez profesional de un grande como Ramón Barea, alumno de interpretación también.
(Desde La vida es sueño de Calixto Bieito en Madrid no había visto la escena comerse parte del patio de butacas. Nunca en el Gran Teatro cacereño. Al fin y al cabo, nos permitió sentir más de cerca otra lección magistral: la escenografía.)
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