El otro jueves, 5 de octubre, leí en El País —también traía un informe de 2000 de los peritos del ácido bórico diciendo que esta sustancia no es explosiva ni incendiaria— una entrevista con la pianista Maria João Pires, que el martes había tocado junto a Ricardo Castro en el Teatro Real de Madrid. Qué envidia, me dije. Madrid tiene estas cosas. Luego —contraviniendo la costumbre, porque siempre leo la prensa nacional después de leer lo de aquí— abrí el periódico regional, el Hoy, y leí asombrado la noticia de que Maria João Pires y Ricardo Castro tocaban esa misma noche en Cáceres en el Complejo Cultural San Francisco.
No había entradas. Era lógico, pero no tanto; porque no había más que invitaciones, dado que se trataba del Concierto de Otoño programado por la Fundación Caja Duero. Pues allí que nos fuimos Carmen y yo, sin invitación —como otros, i. e., Antonio Merino— y conseguimos pasar cuando ya había entrado todo el público reglado. Estaba el auditorio casi lleno. La última vez que lo vi así —más, diré— fue cuando vinieron don Felipe y doña Leticia, los Príncipes, en el Congreso de la Lectura. El concierto fue impresionante. 6 impromptus a cuatro manos de Schuman, las sonatas 31 y 32 de Beethoven, y la Fantasía de Schubert, también al alimón. Las manos de los dos pianistas acariciaban el teclado de un piano mágico por propio, y los ojos cerrados y el cabeceo de Maria João Pires... Los más entusiasmados, los jóvenes, como siempre. Mucha gente.
Casi a la misma hora, los políticos, los empresarios, la gente guapa y de la cultura, y el personal del periódico que me había dado la noticia, el Hoy, que lo merecen, lo pasaban bien entregando sus premios y apoyando a Cáceres como Ciudad Europea de la Cultura en 2016 en la Plaza de Santa María.
Así de soslayo, entre guiones, hablas del ácido bórico. Bueno, una historieta, de cuando ese informe: convivía yo entonces con una pareja de aprendices veterinarios que disecaban, a ratos libres, animales -patos, conejos, gansos, pobres bichos. El minucioso y quirúrgico proceso sobra contarlo, aunque terminaban espolvoreando el reverso del cadáver con ácido bórico, se supone que lo seca o lo curte o lo conserva o algo así. No huelen en definitiva. En realidad se trataba de un sucedáneo, que extraían de los polvos "devoraolor". Un saludo Miguel Ángel.
ResponderEliminarFelipe