El día después de mi pasado cumpleaños publicaba Juan Cueto en El País un artículo sobre los ‘Ego-blogs’ de amor en el que decía que era un dato irrefutable que la Humanidad nunca ha escrito tanto y tan frenéticamente de sí misma como ahora, con tantas bitácoras circulando por el globo. Decía que los eruditos de la historiografía hablan de ‘ego-documentos’, en los que, a pecho descubierto —yo creo que en la red siempre es así, una red sin red—, se escribe de odios y pasiones amorosas, de intimidades sentimentales, se trafica con el yo para excitar el yo de otros. El ego-documento es el lugar en el que uno puede difundir masivamente, antes de contrastar su interés, desde una intimidad hasta un reconocimiento público. Léase la enfermedad de un hijo o que a uno le hayan invitado a dar una charla en un lugar de prestigio. Un furor planetario, como escribía Cueto.
Un furor planetario que tiene uno de sus orígenes en los bucles y cajas de los que hablaba Antonio R. de las Heras hace más de quince años, cuando pocos podían imaginar qué era aquello que el profesor, sobre las torres de Brueghel y de Escher, decía de la navegación por un mar que desbordaba el cuadro. (Antonio R. de las Heras, Navegar por la información. Premio Fundesco de Ensayo. Madrid, Fundesco, 1991).
Y es que la semana pasada, el jueves, fui a ver Armengol, de Miguel Murillo. Me gustó mucho. Creo que es un montaje espléndido de Mario Gas y un texto con fuerza que ha merecido su reconocimiento. Ya había leído una entrada del cuaderno de bitácora de José Tato, y ya había leído otros juicios sobre la obra desde su estreno. Con la satisfacción por Miguel Murillo que sentí cuando Juan Pablo Silvestre entrevistó en su programa de Radio 3 hace unas semanas al mago (?) Anthony Blake por representar un espectáculo con guión de Miguel.
Y mi hermano, que en el blog de Tato recuerda que el padre de Jorge Márquez, Julián Márquez Villafaina, en su novela Aquellos días de agosto (1999), hablaba de Armengol. Y entonces, recuerdo una mañana en Badajoz, que paso por el Teatro López de Ayala para ver a Miguel Murillo, y acabamos desayunando unas tostadas con manteca colorá, Miguel, Jorge Márquez y yo.
Y yo que empiezo a creer en el bucle, en este enredo que va de Cueto a Tato, de Márquez a Murillo, de Armengol a Portorosa, de mí a mí mismo, de ti a tu tú, de interventor a interventor, como en una novela que estoy leyendo y que se titula Paradoja del interventor.