sábado, marzo 06, 2021

Museo Helga de Alvear

© Mercedes Guerrero de Castro

Inaugurado el pasado 26 de febrero, este miércoles pude recorrer buena parte del Museo Helga de Alvear en una visita guiada propiciada por la Asociación de Amigos del MHA. Me emociona estar tan cerca de un sitio así, en la ciudad en la que vivo, tan solo a ciento treinta y cinco pasos de mi casa. Porque me parece que tengo a la mano una gran ventana que abre a otros ámbitos esta ciudad periférica y tranquila, y deja que salgan de ella todos los aires que seguirán ventilándola de ranciedad y molicie. Fue la del miércoles una tarde espectacular desde las cinco, con grupos en la calle a las puertas del Museo para entrar desde la calle Pizarro, respetando las medidas de aforo. Gente conocida y agradable con la que compartí la visita, guiada —otros dos grupos siguieron a expertos como José María Viñuela y Miguel Campón— por Mª Jesús Ávila. Todo un lujo, y un símbolo, pues una cacereña como ella se encargó de mostrarnos esta imponente colección y este espacio monumental en una ciudad que ya es, desde hace mucho, un museo en sí misma. Ella, María Jesús Ávila, es la coordinadora de la Fundación Helga de Alvear y del Museo desde su creación, y es Doctora en Historia del Arte por la Universidad de Extremadura, y alma de todo esto que está generando en su ciudad un fenómeno de interés por el arte contemporáneo y por la arquitectura moderna. No sabría hacer una crónica de lo visto, aunque sí puedo decir que hicimos un recorrido inverso al habitual. Bajamos a la tercera planta para ir subiendo y así evitar el cruce —que no pudo evitarse— con las otras visitas programadas. Fue por la escalera de emergencia por donde llegamos a la planta baja del edificio, veintitantos metros más abajo, al nivel de la calle Camino Llano, que resultó algo así como conocer el museo desde su entraña más recóndita y menos visible. En realidad, ese recorrido inverso fue como ascender hacia la luz —su tratamiento en todo el espacio es otra obra de arte— y salir de allí como el que ha dejado atrás una recreación estructurada de un mundo posible e imaginado, o por imaginado posible. Casi todas las piezas son grandiosas, y no solo por el tamaño de muchas, sino por su disposición, su iluminación, su propuesta estética —siempre audaz— y su materialidad. El paseo —que espero repetir cuantas veces me sea posible— incluye la contemplación de obras de Victor Vasarely, de Ai Weiwei, y «La lámpara» más fotografiada —Descending Light— que desciende desde sus cuatro metros de altura, y que compite en la misma sala con la asombrosa fotografía de 3 x 6,5 m. de Frank Thiel —que se ve en la imagen, que me ha dejado publicar mi hijo después de su visita—, las obras de Joseph Beuys y de Juan Muñoz, las sugerentes pinturas sobre madera de Carmen Laffón, fotografías de Thomas Ruff, la videoinstalación de Steven McQueen, y tanto como piezas de Klee, y de Tàpies, y de Gordillo, y de Saura, y de Picasso, y de Goya. Es impresionante. Cuando pase esta situación que nos somete a medidas tan indeseables como necesarias, me gustaría —según horario— que el Museo Helga de Alvear, que me permitirá cruzar desde mi calle a un supermercado en el que a veces compro, sea el lugar de referencia para mis citas cuando quede. Sin más palabras. Por ahora.




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