Este martes pasado disfruté de la muestra L’età dell’oro, que se inauguró el 26 de octubre y va a estar en la Galería Nacional de Umbria en Perugia hasta el 19 de enero de 2025. El subtítulo de la exposición, I capolavori dorati della Galleria Nazionale dell’Umbria incontrano l’Arte Contemporanea, explica su intención de que obras maestras antiguas elaboradas con oro se encuentren con piezas de arte contemporáneo en el mismo espacio, la Sala Podiani de la Galleria Nazionale dell'Umbria, que, además, es la que presta las piezas que se exponen, que se han trasladado de sitio sin salir del fastuoso contenedor —el Palazzo dei Priori— para compartir la exposición en la que artistas modernos como el vienés Gustav Klimt dialogan con antiguos como el perugino del siglo XV Pinturicchio. En realidad, son nueve siglos de arte los que uno pudo recorrer siguiendo el hilo dorado propuesto, desde el siglo XIII (Duccio di Boninsegna o el Maestro di San Francesco) hasta nuestro siglo XXI (con piezas de Francesco Vezzoli o Mimmo Paladino). La sugerencia es cautivadora, por la exaltación del oro como materia incorruptible en el arte, sobrenatural, luz absoluta desde tiempos muy remotos y hoy presente en la más cercana modernidad; pero también por la convivencia de la espiritualidad clásica con la materialidad contemporánea en algunos de los diálogos que se ofrecen en el recorrido, en el que unas veces se nos exhibe la pieza moderna inserta en el marco antiguo —como la escultura de Marisa Merz en un reliquiario de Santa Giuliana de 1376— y otras se juntan en vecindad expresiva obras separadas en el tiempo —como el fragmento del ángel de la Pala dei Cacciatori de Bartolomeo Capolari, de 1487, con la serigrafía Golden Marilyn 11.40 de Andy Warhol, que se ha utilizado para la imagen de la promoción de L’età dell’oro, a la que se sumó la famosa pastelería «Sandri» del centro histórico de Perugia, que llevó a su escaparate la imagen en pasta de azúcar. Allí, contemplando el medio centenar de obras que se muestra, y mientras imaginaba una traslación posible a un entorno más cercano, pensé en el Museo Helga de Alvear y en la coincidencia de algunos artistas de la exposición de Perugia con los que hay en la colección cacereña. Hecha la comprobación en casa, son siete: Michelangelo Pistoletto, Ettore Spalletti, Andy Warhol, Lucio Fontana, Mimmo Paladino, Yves Klein y Francesco Vezzoli, si no he contado mal. Ahí es nada.
domingo, noviembre 10, 2024
martes, noviembre 05, 2024
El jardín de los cerezos
Piazza Morlacchi, 13. Perugia. Con permiso de Chéjov y de los responsables del Progetto Čechov, la motivación principal para ir al teatro el pasado miércoles fue conocer por dentro el Teatro Morlacchi, que data de 1781, y tiene una impresionante sala, una altura sobresaliente de cinco niveles de palcos y una embocadura que me pareció mayor que lo que suelo ver. La decoración de la bóveda me llamó la atención, con motivos alegóricos de la Música o la Poesía, y un reloj con la hora actualizada desde el domingo anterior lo miraba todo por encima del bambalinón. Es una suerte conocer un teatro tan a la italiana en Italia. Y, además, por un montaje tan destacable como Il giardino dei ciliegi (El jardín de los cerezos), tercera entrega de la trilogía del Progetto Čechov, compuesta además por Il gabbiano (La gaviota) y Zio Vanja (Tío Vania), y que se había dado, en tres pases, a las 11:30, a las 15:00 y a las 18:00 horas, ese pasado domingo 27 de octubre. Producido por el Teatro Stabile dell’Umbria y dirigido por Leonardo Lidi, el tercero de estos espectáculos, El jardín de los cerezos, que vi con un experto como Luigi Giuliani este miércoles, cuenta con un elenco compuesto por cinco actrices y siete actores, cuyos movimientos en escena resultan una suerte de coreografía —fomentada en algún momento por la acción bailada— que los presenta como un grupo, una entidad de doce, que va formándose de uno en uno al principio de la obra y se va disolviendo al final, cuando cada una de las figuras representa la salida de la casa, uno a uno también, hasta quedar solo, abandonado, el personaje del viejo sirviente Firs, que hace el oscuro. Señalo esto porque la calidad de los actores me pareció extraordinaria por su gran nivel, sin los altibajos interpretativos que podrían ser disculpables en grupo tan numeroso. Todos, aparte matices y singularidades —Mario Pirrello como Lopachin u Orietta Notari como hermana, no hermano (así en Chéjov), de Liubova—, conforman un conjunto brillante y son uno de los fundamentos principales de este montaje. La duración —una hora y cuarenta minutos— se ajusta casi por completo al texto original —traducido al italiano por Fausto Malcovati— sobre el que se proponen varias licencias que resultan oportunas y significantes en la lectura que de la obra hace Leonardo Lidi, cuyo empeño principal es el de trasponer metafóricamente el jardín, ya infecundo y degradado, como el teatro, amenazado en su esencia por la especulación rentable. Por eso, un acento se pone en el contraste entre el pragmático Lopachin y el soñador y poético estudiante Trofimov, y se interpela al público con la canción de Bruno Lauzi «Ritornerai» cantada por Mario Pirrello al principio de la obra, en una ruptura de la cuarta pared que la cerrará también, coherentemente. La escenografía, el vestuario o la transformación de espacios —la escena campestre del segundo acto y el salón de baile del tercero serán una playa, en uno de los encuadres escénicos más logrados, con su plano inclinado y con ocho actores implicados, y una suerte de pista de discoteca, respectivamente— separan al espectador de la literalidad del texto y lo llevan a un registro que funciona en la lectura global de este jardín sin cerezos y con tramoya, en el que, como parece que quería el escritor ruso, sobre todo, se hacen preguntas, sin esperar respuestas. Magnífica visita al Teatro Morlacchi de Perugia, guiada por un proyecto escénico de calidad muy sugerente, y de la que me llevo una canción con un eco deseable: «Ritornerai».
viernes, noviembre 01, 2024
La última frase
Compré este libro sin saber quién era su autora. Una vez conocida su muerte súbita y prematura a los treinta y nueve años, me resultan imponentes estas palabras: «Soy adicta al final. Estoy enganchada al final. Reconozco mi fascinación por ese instante, mi empeño por habitarlo.» (pág. 107). La última frase de Camila Cañeque (Segovia, Ediciones La Uña Rota, 2024) contiene cuatrocientos cincuenta y dos finales de libros, desde La Biblia («Amén») y el Quijote («Vale»), que abren y cierran el volumen, hasta obras clásicas y fundamentales de la historia de la literatura universal que comparten espacio con títulos menores, muy diversos, de autoras y autores de referencia, en su mayor parte, muy conocidos. Hay obras y autores que están por lo que significan en la historia literaria universal, Las mil y una noches o La isla del tesoro, Dante o Tolstói; y hay otras y otros que no, Rubias peligrosas o Viaje al miedo, Antonio Escohotado o Sara Mesa, Fernanda Melchor o Camila Sosa Villada. No se queda en un listado, en la «afición inocua» —dice su autora al principio: pág. 14— de recopilar los cierres de esos centenares de textos, sino que su empeño es el de hilarlos en un relato que es la crónica íntima de un prurito de letraherida a la vez que un breve ensayo sobre el final textual, y el conjunto es un «tributo a la cita, a la capacidad de expresión del fragmento, a la potencia de lo breve» (pág. 91), a partir de una colección de últimas frases que al principio fueron de novelas, pero que luego se ampliaron con finales de ensayos, de poemas, «frases salidas de colofones y epílogos, así como la última réplica de algún personaje o la última acotación teatral» (pág. 90), como las de Las sillas, de Ionesco, o El Rey Lear, de Shakespeare. No es fácil intercalar tal número de frases ajenas en un discurso que tiene su planteamiento —Cañeque cuenta cuándo empezó su atracción por las últimas frases y cómo quedó atrapada en «el espacio fronterizo que separa la escritura de la no escritura» (pág. 15)—, su desarrollo —se fija en las imágenes recurrentes o invariantes como la lluvia o el desplazamiento, la llegada o la muerte (pág. 23), o cierta metodología aplicable a su tarea recolectora— y su desenlace —cómo no, propio y ajeno: vale—, que da sentido a todo el tinglado: «Tiene que haber una última frase para que haya algo, para que exista un todo» (pág. 35). Nada fácil es lograr que la selección tenga sentido al disponerla consecutivamente: «Estoy cansado del pensamiento» y «¿Quién no está así?» (pág. 55), con El crítico como artista, de Oscar Wilde y Metamorfosis, de Rosi Braidotti; o «Entonces surgió una especie de lejanía dentro de mí» y «Perdí el último nexo con el mundo del que salí» (de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller y de Una mujer, de Annie Ernaux); lo que se convierte en una representación de las conexiones, azarosas muchas veces, entre las lecturas que hacemos a lo largo de nuestra vida. La composición del libro se hace en dos cuerpos: el principal del relato y el índice final de las frases, sobre el que se advierte en una nota inicial: «Con el fin de no interrumpir la lectura, se recomienda leer estas páginas sin consultar las referencias bibliográficas situadas al final» (las cursivas son del texto). Hay una segunda nótula que dice: «Este texto tiene aproximadamente la misma extensión que la última frase del Ulises, el somnoliento soliloquio de Molly Bloom, 22 000 palabras». En el cuerpo principal la cursiva distingue diacríticamente las frases finales seleccionadas, que se rematan con un numerito volado que remite a la lista final o «Últimas frases», de la 1 a la 452. «—Me gustan estas tontunas», le dije, sin atisbo de menosprecio, a la librera que me lo vendió. Creo que sí comprendió que, al contrario, valoro mucho estas originales ocurrencias, y esta va mucho más allá de eso, pues se trata de una reflexión sobre lo terminal en un texto hecho sobre muchos textos, que es algo tan consustancial con lo literario. En una nota final tras el índice de «Últimas frases» hay un agradecimiento a los traductores de los libros escritos en otras lenguas; pero no habría estado de más haber mencionado en la relación quiénes han vertido al castellano esas últimas frases ajenas. Frases ajenas sobre cuya justificación escribe la autora: «El objetivo no era confeccionar otro ranking de mejores últimas frases de todos los tiempos, ni una colección de spoilers, ni un catálogo razonado para entenderlas mejor. Sólo quería liberarlas de mí y librarme de ellas» (pág. 89). Eso es todo.
jueves, octubre 31, 2024
España desconsolada
Via Matteo Renato Imbriani, 13. Perugia. Qué detestable manera de encontrar una noticia sobre tu país en la prensa italiana. Esta mañana muy temprano la radio anunciaba en su repaso informativo que la tragedia de la dana en Valencia ocupaba la primera página de algunos periódicos de aquí; pero la consternación llegó al comprar poco después La Repubblica y ver en portada «L’apocalisse di Valencia», con esa fotografía de decenas de coches amontonados cubriendo una calle, y dentro, a doble página, una crónica del desastre con un saldo de 95 muertos. Estremece anotar que a las diez de la noche el recuento da la cifra de 155 fallecidos. En el rotativo italiano, con reclamo en primera página, se publicaba en la sección de opinión («Commenti») un durísimo artículo del escritor español Manuel Vilas («Abbandonati a noi stessi», algo así como que nos han dejado solos, abandonados a nuestra suerte), en el que, tras enumerar algunos de los estragos sobre la población, presagiaba tristemente que el gobierno central echará la culpa al de la comunidad autónoma y esta hará lo mismo con el gobierno central y a ellos reprochaba —aparte el inexorable cambio climático— no haber intervenido con la obligada rapidez y con protocolos modernos. «La Spagna è sconsolata», concluía, y habilitaba el titular del texto —«Spagna sconsolata»— en la versión digital de ese periódico. El sufrimiento de tantas familias ha de ser atendido con todos los medios y de manera urgente, y la reconstrucción psíquica, física y material tras la catástrofe debe afectar también a la intensidad y a la comprensibilidad de los mensajes sobre una crisis climática provocada por los países más desarrollados, y que todavía mucha gente sigue menospreciando, cuando no negando. Italia también está desconsolada. Con la imagen de un rescate sobre la que se lee el ruego de una «preghiera per Spagna», recibo un mensaje de una vecina: «Miguel, che disastro!».
sábado, octubre 26, 2024
El mundo de ayer
Via Matteo Renato Imbriani, 13. Perugia. No sé por qué me traje aquí este libro. Quizá porque no lo leí completo cuando tuve conocimiento de que Stefan Zweig había escrito unas memorias poco antes de suicidarse junto a su pareja en 1941. Estoy casi seguro de que aquella lectura por partes fue por uno de los tomos de las Obras completas que publicó Editorial Juventud. O quizá viajé con El mundo de ayer porque ya he recorrido lo suficiente como para encontrar ejemplos inapelables para volver sobre lo leído, en los que encuentro, como decía Borges, formas verdaderas de la felicidad. Lo cierto es que aquí he terminado de leer las quinientas cuarenta páginas de esta edición, bella como todas las de Acantilado, en traducción del alemán de Joan Fontcuberta y Agata Orzeszek. Estar aquí no sé si me sugiere un ánimo distinto para pensar en la idea de Europa que sobrevuela un libro así, que lleva por subtítulo Memorias de un europeo; pero realmente he tenido una predisposición cuando me he dejado llevar con placer por el relato de un contemporáneo de las mayores calamidades del siglo XX, y, desde esta cómoda distancia relativa, una singular percepción de un contexto geopolítico (Ucrania, Gaza…) que llena de sentido frases como «la arbitrariedad de una estúpida política mundial» (pág. 125) o «No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia» (pág. 299). Zweig, que conoció bien a Rilke y a Richard Strauss, fue un humanista perseguido por la inhumanidad. Fue alguien que percibió con el recuerdo vivo de una guerra pasada otra brutal guerra que comenzaba con la invasión alemana de Polonia en el otoño de 1939. Fue un hombre de una extraordinaria sensibilidad que supo encontrar y decir en la escritura poética —más allá de su género— todo lo que «había tenido que callar en la conversación con los hombres» (pág. 324) y su lectura ahora me ha complacido de un modo muy especial que intento expresar torpemente en estas líneas que escribo con el eco persistente de sus últimas líneas: «Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad» (pág. 546). Así termina este admirable y conmovedor libro.
viernes, octubre 25, 2024
Sulla Spagna
Via Matteo Renato Imbriani, 13. Perugia. En septiembre, antes de venir a Italia, escuché decir a Íñigo Domínguez —corresponsal de El País en Roma— en A vivir que son dos días que la presencia de España en los medios italianos es casi inexistente. Lo decía como un modo de destacar que, desde fuera, los problemas que ocupan diariamente las tertulias españolas resultan insignificantes. Lo recordé cuando, después de casi tres semanas de estar aquí, escuché la primera referencia a España en la radio italiana. Era en un programa que escucho todas las mañanas, de Rai Radio 3, Prima pagina, en el que cada semana un periodista —esta es Francesca Sforza, de La Stampa— lee lo más destacado de la prensa de lunes a sábado. En su momento, el 10 de octubre, Alessandro Campi, director de la trimestral Rivista Politica, aludió a la airada reacción de Francesco Borgonovo en La Verità a las críticas manifestadas por el presidente Pedro Sánchez sobre la política migratoria de Georgia Meloni. Días después, el ministro italiano del Interior, Matteo Piantedosi, diría en la televisión que España había disparado contra los inmigrantes en la frontera, en alusión a la masacre de Melilla en junio de 2022. Ese mismo jueves 10 de octubre, la televisión pública mostraba en un noticiario un cuadro estadístico en el que aparecía España con la tasa más alta –un 11,6 %— de desempleo de Europa. Estas fueron las primeras referencias a mi país después de diecisiete días en Italia. Si a esto sumo el espacio que algunos medios españoles han venido dando al plante de la presidenta de la Comunidad de Madrid en la ronda de reuniones con Sánchez, hay que darle la razón a Íñigo Domínguez en lo del escaso interés que puede tener España por ahí fuera y la trascendencia e importancia reales de según qué asuntos. No así en la Feltrinelli de Perugia en Corso Vanucci, en donde dos autores, Javier Marías y Arturo Pérez Reverte, ocupan espacios destacados en los estantes; y tampoco, para la literatura hispanoamericana, si tomo como ejemplo al grupo de estudiantes que tengo en clase, y en el que algunas alumnas tienen sobre la mesa la edición española recomendada de las lecturas del programa. Un placer. Otra cura de llaneza: el taxista que me llevó la madrugada del sábado a la estación de trenes, después de responderle de qué zona de España era, me preguntó, en su intento de localizar a Extremadura en el mapa de su España conocida —Barcelona, Peñíscola y Palma de Mallorca—, si tenía equipo de fútbol en la Liga. El fútbol, en Italia, palabras mayores. De la protesta de la curva vacía de la Roma en su partido con el Udinese (3-0), que fue mi primera inmersión aquí, a Pasolini, de quien puedo leer casi sin moverme de este escritorio sus Lettere 1955-1975, en edición de Nico Maldini (Torino, Einaudi -Biblioteca dell’Orsa, 5-, 1988).
viernes, octubre 11, 2024
Los recuerdos del porvenir
Estímulos para venir aquí me sobraban desde que se confirmó mi contrato para dar clases durante seis semanas; y uno de los más sugerentes era mi propósito de trabajar en el curso con un texto como Los recuerdos del porvenir (1963), la novela de Elena Garro (1916-1998). Estaba a finales de agosto con notas más definitivas ya para estas clases cuando me alegré al ver que Ediciones Cátedra anunciaba en su catálogo que en los primeros días de septiembre estaría disponible una nueva edición de la novela en la colección Letras Hispánicas. Me apresuré a reservar mi ejemplar en la librería, lo recibí recién salido y leí con ganas esta oportuna y necesaria edición de un clásico contemporáneo, «una de las novelas más originales y mejor escritas de toda la tradición literaria latinoamericana del siglo XX» (pág. 467), en palabras de quienes se han encargado de su estudio: Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. Edición de Ángel Esteban y Yannelys Aparicio. Madrid, Ediciones Cátedra (Letras Hispánicas, 909), 2024. Leí con entusiasmo una cumplida «Introducción» de cien páginas, y, además, de nuevo, el texto de la novela generosamente anotado con ciento veintinueve notas entre las que destacan, por encima de las meras aclaraciones de carácter léxico, referencias geográficas o históricas, aquellas que comentan un pasaje del relato, una simbología o una imagen, por ejemplo, en la sugerencia del silencio con el que se abre la segunda parte de la obra y con el que se vela el espacio clave de la casa de los Moncada (pág. 400). Se indica también («Esta edición»), muy someramente, que se sigue el texto por la edición de Alfaguara de 2019, sin más, por ser «la última realizada hasta la fecha» (pág. 113), y se añade una extensa bibliografía de las obras de Garro y de los estudios publicados hasta —si no me equivoco— 2022, fecha de publicación de un artículo sobre la Guerra Cristera en la obra de Elena Garro (pág. 125), aunque se advierte que la última consulta de los hipervínculos que figuran en la relación bibliográfica fue del 6 de junio de 2024. En conjunto, es toda una aportación a un texto que no había sido editado en España de este modo, con este tratamiento de clásico contemporáneo, de «una escritora que debería proponerse al lado de los hombres del boom como una autora que contribuyó tanto como ellos a la calidad del discurso literario latinoamericano del momento» (pág. 56). Voy a tener ocasión de destacar en clase y someter a la opinión de mis estudiantes la lectura crítica de los editores, en algunos casos expuesta de manera más demorada en las notas que en el texto introductorio, sobre todo, en la segunda parte de las dos en que se divide la novela; pero no me resisto ahora a preguntarme por qué no se ha revisado bien lo que se ha dado a la imprenta y así haber evitado erratas u omisiones que llaman la atención. Erratas evidentes son «Joaquín Díaz Canedo», por «Díez» (pág. 49), y «1868» por «1968» (pág. 57), entre otras. Una omisión importante es la de la poesía de Garro, publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo León de México, y también en Extremadura bajo el título de Cristales de tiempo, en edición con estudio preliminar y notas de Patricia Rosas Lopátegui (Galisteo. Cáceres, Rosas Lopategui Publishing y La Moderna, 2016), estudiosa y albacea literaria de Elena Garro. Y una omisión por errata es la que supongo del trabajo de Cecilia Eudave, «La memoria como escenario de la tragedia mexicana en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro» (Romance Notes, 57.1, 2017, págs. 15-24), a la que se remite en varias ocasiones en la introducción, pero que ha quedado sin mención en la «Bibliografía». No he localizado ninguna alusión a la película Los recuerdos del porvenir, de Arturo Ripstein, de 1968, que es, sin duda, un eco notorio y cercano a la publicación de la novela. No son reparos discrepantes; más bien, marcas de extrañeza en un trabajo ambicioso y muy necesario para seguir reivindicando una obra que siempre ha merecido una atención crítica mayor en el conjunto de los estudios sobre la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, tan marcada por un redundante boom, redundantemente masculino.
martes, octubre 08, 2024
I fiumi profondi
Suelo comenzar mis clases sobre Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas repitiendo las palabras del poeta y crítico peruano Ricardo González Vigil: «Los ríos profundos es una de las novelas más admirables de la literatura latinoamericana». Precisamente, esta semana empezaremos en clase, aquí en Perugia, con esa obra; pero no voy a hablar de eso. Quiero recordar una de las mejores experiencias académicas que tuve el curso pasado, cuando visitó la Facultad, allí, en Cáceres, el historiador de la literatura Alejandro Pérez Vidal, que habló a nuestras alumnas y nuestros alumnos de «Entre las infamias históricas y las glorias literarias. Breve recorrido por la vida y la obra de Bartolomé José Gallardo (Campanario 1776-Alcoy 1852)». Se celebró el jueves 4 de abril de este año, y fue una satisfacción escucharlo, así como que el salón de actos de la Facultad estuviese lleno, con el consabido público universitario, pero también con una buena representación de paisanos de don Bartolomé, que se desplazaron desde Campanario para asistir a la conferencia. Alejandro Pérez Vidal llegó a Cáceres acompañado por su mujer, Dorotea, y por un amigo y antiguo compañero en la Universidad de Gerona, Giovanni Albertocchi, que se jubiló allí como profesor de literatura italiana. Fue un placer pasar con ellos un par de días en Cáceres y en Malpartida de Cáceres, en donde conocieron el Museo Vostell. Paseando por su entorno, conversé con Giovanni Albertocchi sobre una de sus especialidades —ha escrito también sobre Leopardi, Italo Svevo o Claudio Magris—, Alessandro Manzoni, uno de los autores tratados en el estudio del que me habló: Adelante, Pedro, con juicio. Aproximaciones cordiales a la literatura italiana de los siglos XIX y XX (Ediciones Barataria, 2012). El encuentro fue gratísimo y provechoso —uno siempre aprende de los que saben—, y lo he asociado desde entonces a Bartolomé José Gallardo y a su estudioso Alejandro Pérez Vidal, con quienes tengo tratos en proyectos en marcha. Pues bien, el día de mi santo, el pasado 29 de septiembre, en el mercadillo (mercatino antiquariato e usato) que se instala en Piazza Italia los sábados y domingos últimos del mes, encontré en un puesto de libros esta traducción italiana de la novela de Arguedas: I fiumi profondi, en Einaudi. Fascinado por la casualidad de encontrar en Perugia la novela de la que iba a hablar en mis clases, pregunté el precio, pagué cinco euros y me llevé el ejemplar, algo fatigado, sobre todo en los cantos, por una presumiblemente larga exposición a las inclemencias del tenderete. Pero la sorpresa fue mayor cuando llegué a casa, abrí el libro, y anoté todos sus datos: José María Arguedas, I fiumi profondi. Traduzione di Umberto Bonetti. A cura di Giovanni Albertocchi. Torino, Giulio Einaudi editore, 1981. Tardé poco en enviar un wasap a Giovanni preguntando si era en efecto él el autor de esa edición, de su introducción y de su apéndice contextualizador sobre aspectos como los antecedentes precolombinos, el mundo incaico, el papel de la Iglesia o los escritores latinoamericanos que han tratado el tema del indio. «Sí, soy yo», me respondió a los pocos minutos. No sé si notó mi entusiasmo cuando le dije que hablaría de la novela con mis estudiantes de Perugia y comentaría este hallazgo italiano tan entrañable. Este ejemplo de un renombre y una pervivencia de Arguedas que me ha permitido recordar el vínculo cordial de admiración a un profesor sensible a la buena literatura.
domingo, octubre 06, 2024
Lo fingido verdadero
En el acto tercero de esta obra de Lope de Vega, el personaje de Ginés, autor (director) de comedias, actor y poeta, se queja del desdén de su amada Marcela, actriz de la compañía, que se había marchado, mientras representaban una escena en el acto anterior, con el actor Otavio. Ella se justifica, pues hizo lo que el mismo Ginés había escrito, y él dice que compuso que se ausentaba para sentir el agravio con que entonces lo trataba, pero no para que se fuera de verdad. El juego entre lo fingido y lo verdadero es capital en la construcción y en el significado de esta comedia de Lope, y es uno de los atractivos que tiene hoy para un espectador contemporáneo, y también para los estudiantes que quieran conocer cómo era el teatro en el siglo XVII. Es más, Lo fingido verdadero es un ejemplo práctico de esa teoría dramática que estudian en las clases sobre el teatro barroco, el Arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega, su discurso en verso de 1609. Por eso llama la atención que no forme parte, a pesar de su complejidad, del repertorio de más compañías, sobre todo de aquellas que tienen una finalidad didáctica, como escuelas de teatro o aulas universitarias. No hace tanto, en 2022, la Compañía Nacional de Teatro Clásico bajo la dirección de Lluís Homar, levantó un montaje de esta obra que estrenó en marzo de ese año en el Teatro de la Comedia de Madrid y que ese verano se representó en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro. Es un ilustre precedente. Este ejemplo y otros de recepción moderna del texto de Lope de Vega se mencionan en el estudio introductorio del profesor Luigi Giuliani en esta edición también preparada por él, y que nos ofrece una anotación extensa y precisa para que al lector no se le escape nada de lo esencial en la comprensión de esta pieza. Probablemente fue escrita en 1608 y se publicó en la Decimasexta Parte de las comedias de Lope, de1621. La edición moderna en el magno proyecto Prolope corrió a cargo del mencionado L. Giuliani, en uno de los dos volúmenes de esa parte coordinada por él mismo y por Florence d’Artois (Comedias de Lope de Vega. Parte XVI, Madrid, Editorial Gredos, 2017, 2 vols.). De esa imponente serie deriva esta colección que saca el mismo sello editorial —y que ha publicado ya títulos como El castigo sin venganza, La francesa Laura, Yo me entiendo o Fuente Ovejuna—, que es como una hermana pequeña pensada para las clases que, sin perder rigor, busca la difusión exenta entre el lector universitario, principalmente. El «Prólogo» que antecede al texto, profusa y oportunamente anotado, aborda los aspectos fundamentales para la ubicación de la obra desde sus fuentes históricas, la construcción del protagonista Ginés (San Ginés), el enjundioso planteamiento metateatral de Lo fingido…, o su estructura doblemente tripartita y que genéricamente atiende al drama histórico, a la comedia de capa y espada y a la comedia de santos. Tengo en especial estimación esta lectura de la pieza de Lope por haberla hecho aquí, en Perugia, gracias al regalo de un editor tan competente como Luigi Giuliani, profesor de literatura española en el Dipartimento di Lettere, Lingue, Letterature e Civilità Antiche e Moderne de esta universidad que me acoge durante unas semanas que están resultando especialmente gustosas. (Lope de Vega, Lo fingido verdadero. Edición de Luigi Giuliani. Madrid, Editorial Gredos (Col. Prolope), 2024).
lunes, septiembre 30, 2024
Perugia
No quiero dejar septiembre sin escribir sobre la novedad de despedir el mes en la fantástica ciudad de Perugia, en la Umbria, «la terra dell’universale», dice la presentación de una edición moderna que tengo a la vista —de diciembre de 2004— de la misma Guida del T.C.I. que compré en Pisa hace ahora tres años. El precedente con su testimonio de una veintena de anotaciones en este cuaderno puede tener algo que ver con cierta renuencia a escribir sobre esta vuelta. En cierto modo, a pesar de no estar agotado el tema de la vida en este sitio, la aprensión de redundancia empuja mucho y contiene la aspiración a poner en palabras lo que a uno le ocurre. La fascinación sentida en una ciudad como esta no dejó casi espacio al deseo de volver algún día, y ahora, hecho realidad el regreso, repito esa sensación diaria de entonces, por ejemplo, en la sala de un museo —pongamos el civico del Palazzo della Penna en la cercana Via Podiani—, de la certeza de que al día o a la semana siguiente podría volver para matizar lo visto. Es inevitable entonces compararse con el turista presuroso que he sido en otras ocasiones y es un deleite saber que es esta una manera de conocimiento muy especial. Quizá por esto, por el regalo de un tiempo aquí, no siento aquel impulso de dejar constancia. Hay mucha gente que no encuentra ningún sentido a hacer una fotografía de un monumento muy visitado sin que pose alguien delante de él. Para qué tener una imagen de algo que está mejor reproducido en los mejores sitios con una calidad extraordinaria, se preguntan. La instantánea solo tiene un valor si se personaliza, y entonces, dicen, no es el Taj Mahal, sino tú en el famosísimo mausoleo. Es posible que tardar en comprender esto sea el motivo por el que no he anotado hasta ahora que en mis primeras clases aquí volví a relacionar esta ciudad y sus calles imposibles con lo que leía: «El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja». Juan Rulfo, Pedro Páramo. Perugia.
martes, septiembre 24, 2024
El plural es una lata
He terminado de leer la biografía de Juan Benet: J. Benito Fernández, El plural es una lata. Biografía de Juan Benet. Sevilla, Editorial Renacimiento (Biblioteca de la Memoria, 13), 2024. Decepcionante. Me dejó muy buen sabor de boca la que escribió sobre Leopoldo María Panero —El contorno del abismo (Tusquets Editores, 1999)— y lo que conocí de la biografía de Ferlosio —El incógnito Rafael Sánchez Ferlosio. Apuntes para una biografía (Árdora, 2017)— me entusiasmó tanto como a su biografiado la idea de escribirla, pues se negó a colaborar con el autor. No soy un experto en el género; pero de algunos modelos que he leído —Stefan Zweig, por ejemplo— me he quedado con que se trata del arte de construir un relato original, personal y reflexivo sobre una experiencia de vida ajena, con rigor y con honestidad. Un género cuya calidad no tiene por qué medirse por la cantidad de información —contrastada, por supuesto— que se nos ofrece del biografiado. Y parece que J. Benito Fernández cree que sí, que cuantos más datos mejor, aunque sean nimios. Sorprende. Sorprende que su libro sobre Benet comience —«En el pasillo de los escalofríos» (págs. 9-19)— centrándose en sí mismo («Cada vez que comienzo a escribir una biografía siento el vértigo del debutante […] Mi natalicio tuvo lugar en una casa de indianos»), antes de contar algunas reticencias de la familia de Benet que dificultaron la elaboración de estas páginas, más de quinientas, incluyendo una «Bibliografía», un «Índice onomástico» y el «Árbol genealógico de Juan Benet Goitia». Llama mucho la atención que todo se fundamente en datos, unos detrás de otros, sin casi ninguna interpretación y escasa voluntad de completar claves sobre la escritura benetiana por alusiones de los títulos que van saliendo al paso del recorrido biográfico, desde sus piezas teatrales hasta El caballero de Sajonia. La pura linealidad cronológica a veces resulta un recurso fácil que evita mayores reelaboraciones en la construcción narrativa, e incluso en el estilo, repetitivo y conformista: «Los primeros días de enero de 1973...» (pág. 197), «El domingo 12 de enero de 1975...» (pág. 229), «Acabadas las fiestas, en enero de 1976...» (pág. 247), «De acuerdo con sus notas, el 1 de enero de 1978...» (pág. 291), «El 4 de enero de 1979...» (pág. 311), «El 1 de enero de 1980...» (pág. 321), «En enero de 1981...» (pág. 345), «El 5 de enero de 1982...» (pág. 361), «En los primeros días de enero de 1984...» (pág. 385), «El 14 de enero de 1986...» (pág. 407), «El 3 de enero de 1990...» (pág. 451), «A principios de 1992...» (pág. 469)… De las fechas se cuelgan los muchos datos que se aportan, en ocasiones irrelevantes, como cuando se precisan comidas y paradas en el transcurso de algún viaje: «Comen en La Roda, cenan en Cabo de Palos y se alojan en el hotel Mediterráneo de Cartagena» (pág. 166); «Comen en Oropesa, hacen una breve visita a Trujillo y pernoctan en el parador de Zafra» (pág. 341); «degustan cordero asado al estilo de Aranda de Duero» (pág. 463)…; mientras que no se aclaran menciones como la del «encartelado de la calle Princesa» (pág. 254), o no se desarrollan referencias que podrían ser iluminadores, como cuando se dice que Informaciones se hizo eco de un artículo que publicó Benet en Cuadernos para el Diálogo, y que, además, fue incluido en la antología de Campbell Infame turba, como si careciera de importancia el texto de aquella conversación (lo cito yo, «Juan Benet o el azar») recogida en aquel singular libro de 1971. Y me llama mucho la atención que el biógrafo adopte la actitud de un mero informante pero que se permita con personajes como Jesús Aguirre ciertos calificativos, desde la segunda vez que se cita su apellido: «Por el local aparece muy parlanchín el cura Aguirre» (pág. 217), «el fatuo Jesús Aguirre» (pág. 250), o «un volteriano malicioso» (pág. 281). ¿Contaminación simpática de las burlas benetianas dirigidas a su culto amigo? Quién sabe. En fin, siempre es provechosa la lectura de otra crónica o reconstrucción de un ambiente que uno ha conocido antes por la prensa que por los libros de historia, o que permite evocar la única ocasión que uno vio a Benet en una conferencia en Cáceres —que recoge J. Benito Fernández al referir el encuentro, Manuel Ariza mediante, de María José García Serrano y Gonzalo Hidalgo Bayal con el autor, que les reprochó que llegasen de Coria a verle a él cuando allí tenían al «mejor escritor español actual»: Rafael Sánchez Ferlosio. Otro atractivo, el de la concurrencia de personajes de relevancia en el recorrido de la vida de una figura literaria así, y otro lamento por una experiencia de lectura muy alejada del entusiasmo primero con el que se recibe un empeño biográfico como este.
sábado, septiembre 07, 2024
Dj Lowry
Creo que la proliferación de otros medios para la difusión de contenidos en las redes sociales ha ido relegando a los blogs literarios que tanto apogeo tuvieron hace ya casi una veintena de años. Recuerdo aquel momento que vivió el género con la aparición, al menos en este ámbito de autores extremeños, de páginas en las que estos trataban sobre libros y asuntos de literatura. Santos Domínguez, Álvaro Valverde, Gonzalo Hidalgo Bayal, José María Lama (2005), Álex Chico, Hilario Jiménez (2006), Manuel Simón Viola, José María Cumbreño, Jesús García Calderón (2009), o Elías Moro y Carlos Medrano (2010) fueron algunos escritores —más tarde se animarían algunas escritoras— que por aquellos años comenzaron a publicar en la blogosfera. Salvo excepciones notables, con el paso del tiempo, la actividad en estos sitios ha ido menguando y, en algún caso, cesó hace unos años. Por esto, no deja de ser chocante que ahora surja un nuevo espacio de esta índole. Acaba de propiciarlo el escritor Alonso Guerrero, que ha inaugurado el pasado agosto su bitácora titulada Dj Lowry, en un homenaje a Malcolm Lowry, «un genio en los ratos en que la dipsomanía se lo permitió, quizá no los suficientes», escribe el autor de El durmiente (1998), que presenta su página con estas palabras: «pretende ser una plataforma para expresar voces propias: la mía y las de quienes deseen aportar las suyas. Pretendo que sirva de foro de participación completamente abierto. Es un blog literario, de pensamiento, de vida y obra, en el que se debatan las ideas que nunca salen en periódicos, revistas especializadas, cadenas televisivas, editoriales o en los foros de la red, ya que al parecer —y es casi una maldición— somos incapaces de superar el meme. Se trata, sobre todo, de un encuentro donde se aporten ideas y se interprete lo que ocurre en el mundo y en la literatura. Espero que predomine lo importante. En este país apenas existe nada que merezca ese adjetivo y, si lo hay, lo recibimos como la escarapela que le ponen a las vacas en la oreja. Hablemos de esa literatura que todavía contiene lo que no conocemos del hombre y del mundo. Intentemos reflexionar y poner las cosas en claro. Si no se consigue, al menos tengamos en cuenta que es una pretensión insoslayable. ¿Os parece abstracto, pretencioso? Bienvenidos. Que Lowry ponga la música». A los espacios en los que se encuentra esa justificación, datos sobre su producción literaria y sobre su persona, Alonso ha distinguido cuatro categorías en las que por el momento distribuye los contenidos que va publicando: «Pensar», «Leer», «Escribir» y «Vida», en los que leemos, por este orden, observaciones sobre lo que ocurre en el mundo («El retorno de Piranesi», «La realidad y sus mentiras», «El apagón»...), reseñas de libros y notas sobre lecturas («Kafka y sus biógrafos», «Volver a Conan» y «Patrones eternos»), reflexiones sobre literatura y el oficio de escribir («Expiación») y juicios propios y pensamientos de todo tipo («Testimonios», «La felicidad» y «Cuestiones políticas»). Celebro este modo de expresión de un escritor de tanto fuste como Alonso Guerrero, que siempre ha sido un caso cierto de lo que para uno es una aspiración no satisfecha todavía: tener algo inteligente que decir y escribirlo bien.
miércoles, septiembre 04, 2024
Hemeroteca
Sienta bien entretenerse con los papeles que se han amontonado durante un tiempo —ya lo dije aquí—, y encontrar acomodo a ese «material incandescente», como llamó Tomás Sánchez Santiago (La vida mitigada) a los recortes y fotografías que uno acaba desperdigando sobre la mesa como si se tratase del tablero de un juego cuyas reglas han prescrito. Me permite discurrir por un pasado del que casi siempre me llega algo placentero, que prevalece frente a otros sinsabores, afortunadamente transitorios, y constato en ello la razón por la que he conservado ese papel como la señal de un tiempo. Una señal que arrastra su contexto de entonces y que es el que ahora, pasados los años, me saca una sonrisa o un suspiro. Los documentalistas saben bien que la hemeroteca es una fuente fecunda de datos para el análisis histórico y los políticos saben que puede llegar a ser demoledora. Por eso los primeros la valoran tanto y los segundos la temen y la desprecian, como una forma de repulsa y negación de su propio pasado. Me gusta leer esa prensa envejecida como un testimonio de lo vivido que permite ahora hacerse preguntas, establecer ciertas comparaciones, lamentarse de que la piedra con la que topamos siga siendo la misma. Imagino la reacción de un lector sobre el papel añejo. La lectura de dos titulares del mismo día de hace varias décadas ya: «La xenofobia y los inmigrantes, cuestión clave en la campaña francesa» y «Un estudio oficial dice que los españoles están sobrealimentados» (El País, jueves 16 de enero de 1986, págs. 8 y 23). La irritación, al cabo de los años: «El Rey hace un llamamiento a la lucha contra la corrupción en su mensaje de Nochebuena» (El País, 26 de diciembre de 1994). Lo consuetudinario: «El Museo de Colecciones Reales se retrasa al menos 4 años» (El País, martes 12 de febrero de 2002); «El mito del peso de las mochilas escolares. Los 7,5 kilos de media que carga un estudiante suponen menos riesgo en la espalda que arrastrados por la muñeca» (El País, martes 7 de junio de 2005). La triste resignación: «La reforma del Senado contará con el apoyo del PP pero no del PNV» (Hoy, jueves 14 de octubre de 1993, pág. 27); «El Gobierno está dispuesto a discutir y modificar la Ley de Secretos Oficiales» (Hoy, sábado, 7 de septiembre de 1996, pág. 21); «Aznar rechaza una nueva reunión con Zapatero para negociar el pacto por la inmigración» (Hoy, miércoles 20 de septiembre de 2000). Son el contexto que fue de un hecho íntimo, más cercano, como la muerte de alguien —la necrología de Juan Manuel Rozas en El País coincidió con el recuerdo del cincuentenario del fusilamiento de Ciges Aparicio en agosto de 1936 en el suplemento de Libros que se publicaba los jueves—; o de un hecho histórico, como una declaración de guerra rodeada de la profundidad intrahistórica de una crónica de barrio. Otra vez esta tarea modesta de obsequiar a unos cuantos papeles con un orden perdurable.
domingo, agosto 25, 2024
Malos libros
Más de ocho meses después de visitar la exposición Malos libros. La censura en la España moderna, su catálogo me sirve, como un álbum de fotos, para revivir aquella mirada y amplificarla. Recupero la buena experiencia de aquella mañana de diciembre en la Sala Hipóstila de la Nacional en la que, en un principio, no evité coincidir con una decena de estudiantes que escuchaban a un profesor explicar la muestra. No lo evité porque, al llegar a la altura del grupo, oí pronunciar el nombre de Fernão Brandão, al que aludía el profesor delante de un panel rotulado con «La nómina de Barcarrota», y la simulación de un hueco en la pared en el que se proyectaba la imagen holográfica de la nómina-amuleto que se encontró entre los libros —los diez impresos y el manuscrito— del siglo XVI ocultos en una casa particular de Barcarrota. El nombre del hidalgo portugués de Évora, denunciado a la Inquisición, que figura en la citada nómina, es la pista más plausible en la actualidad sobre la identidad del poseedor de aquel reducido e íntimo tesoro; y esto es lo que se hace constar en la exposición y en el capítulo redactado por Pedro Martín Baños en el catálogo: «La Biblioteca oculta de Barcarrota» (págs. 91-97). Es, en mi opinión, una de las mejores síntesis sobre las circunstancias y la tipología de aquel hallazgo; pero no es el único capítulo del volumen en el que se alude a ese conjunto tan concordante con el objeto principal de una muestra sobre la censura. También en los capítulos firmados por Folke Gernert, «Los libros de magia y adivinación» (págs. 203-216); por Marcela Londoño, «Superstición y piedad popular» (págs. 217-225); por Donatella Gagliardi, «Ente el silencio y la censura: los libros licenciosos» (págs. 227-228); y, de nuevo, por Pedro Martín Baños, «Las carajerías» (págs. 229-234). En ellos se alude a otras piezas, desde los libros de quiromancia o la Oración de la emparedada, hasta el interesante manuscrito del obsceno diálogo La cazzaria, de Antonio Vignali. Fue la Biblioteca de Barcarrota, de alguna manera, el vínculo afectivo, de mi visita a la exposición, y me alegra ahora incorporar el catálogo como una de las referencias principales en el estado de los estudios sobre ese conjunto de libros malos y nocivos que quedaron ocultos, a resguardo de la acción censoria y prohibitoria. De la delimitación de los significados de estos términos se ocupa la directora de la exposición —comisariada por Mathilde Albisson y José Luis Gonzalo Sánchez-Melero— y coordinadora y editora del catálogo, la catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad Autónoma de Barcelona, María José Vega —otro vínculo afectivo—, que redacta, además de la «Presentación», dos partes fundamentales del volumen, el primer capítulo, «Censurar y prohibir» (págs. 25-38) y, en el segundo («En la oficina del censor. Los índices de libros prohibidos y expurgados en la Europa Moderna»), el segundo epígrafe sobre «Los índices de libros prohibidos» (págs. 67-87) y la mitad del quinto apartado, dedicado a «Expurgación y cultura hispánica en los siglos XVI y XVII» (págs. 98-116). Su presencia en la sección de «Bibliografía sucinta», en tanto que responsable principal del proyecto nacional de investigación Censura, expurgación y lectura en la primera era de la imprenta. Los índices prohibidos y su impacto en el patrimonio textual, es notoria, con más de una veintena de contribuciones desde 2008 a 2022. A ellas se suman, en buen número, las de los dos comisarios, y otros colaboradores, aparte de los citados, como Jorge Ledo, autor de varias páginas sobre el control de las imprentas, o como aquellos que escriben en el capítulo III dedicado a «Libros castigados. El impacto de la censura en la cultura hispánica»: Pablo García Acosta («La vigilancia de la escritura claustral»), Cesc Esteve («El libro de historia»), Laura Beck Varela («El libro de derecho») y Jimena Gamba, que se ocupa de los libros de entretenimiento y el teatro en los índices, en el penúltimo apartado del catálogo, que cierra José Luis Gonzalo ——fue Premio Bartolomé José Gallardo con Regia bibliotheca: el libro en la corte española de Carlos V, Editora Regional de Extremadura, 2005— con el capítulo final que recoge «Hacia la libertad de imprenta», como colofón de los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX —de 1790 fue el Índice último de los libros prohibidos..., de Agustín Rubín de Ceballos, y de 1810 la ley de libertad de imprenta. A este cierre, en términos historiográficos, hay que sumar el empeño de otros proyectos de investigación de ámbito nacional como el de Censura gubernamental en la España del siglo XVIII (1769-1808), dirigido por la profesora de la Universidad de Oviedo Elena de Lorenzo Álvarez, que ha culminado con algunas muestras impresas destacadas, como el número doble del volumen 101 del Bulletin of Spanish Studies (2024) o el libro coordinado por Lorenzo Álvarez y Rodrigo Olay Valdés, La censura en la España del siglo XVIII. Nuevas aproximaciones (Ediciones Trea, 2024). Exposición y catálogo permiten una inmersión de mucho provecho en los procesos de censura y control de lectura en un período crucial de nuestra Edad Moderna.
domingo, agosto 18, 2024
XXV FLVS
Sana costumbre la de visitar esta ciudad de Santander en agosto y pasar por su Feria del Libro Viejo (FLVS), que celebra este año su vigésima quinta edición. Gracias a Pedro Álvarez de Miranda he conocido a quien fue fundador de la feria, el librero Alastair Carmichael, que el jueves saludaba a alguno de los dieciséis expositores que han participado este año hasta hoy domingo 18, provenientes de Segovia, Ponferrada, Navarra, Barcelona, Bilbao, Valencia, Cantabria, o Madrid, de donde son Ortiz Marcos Libros Antiguos y Velintonia Libros, que han acudido por primera vez. El viernes volví a saludar a Javier y a Alicia, de Velintonia, en la madrileña Cuesta de Moyano, con quienes compartí comentarios sobre Gonzalo Hidalgo Bayal, a quien admiran, o sobre el Premio Dulce Chacón y la lastimosa polémica que ellos han seguido y lamentado. Esta edición ha girado en torno a «Cuentos y cuentistas» y ha habido talleres de microrrelato, lecturas con música del cuento Pedro y el lobo, charlas sobre el género; y el viernes culminaron las actividades con un diálogo con los escritores Gonzalo Calcedo Juanes y Fernando Menéndez Llamazares. Mucho libro de saldo para todos los públicos, aunque me detenga en los numerosos estudios literarios descatalogados que he ojeado, alguno con especial interés personal como el volumen de la serie «Acta Universitatis Upsaliensis» con el estudio de Ángel Crespo sobre Aspectos estructurales de El moro expósito del Duque de Rivas (1973), u otras piezas como la primera edición (1960) de Encerrados con un solo juguete, de Juan Marsé —si levantase la cabeza, me recriminaría por la adquisición—, un ejemplar inmaculado de la Floresta de varios romances (1652) de Damián López de Tortajada que editó Rodríguez-Moñino en Castalia en 1970, o una bella edición barcelonesa de El sí de las niñas de 1957 con un prólogo («Don Leandro en Barcelona») del extremeño de Villanueva de la Serena Joaquín Montaner. Al morral. Alfonso V de Aragón dijo que no hay mejor cosa que tener amigos ancianos para conversar y libros viejos para leer. En mis días en Santander no me han faltado ni los unos ni los otros; eso sí, la ancianidad de mis amigos solo puede ser imputable a su sabiduría y a su liberalidad, y no a sus años.
sábado, agosto 10, 2024
Colecciones Reales
En una esquina de Cea Bermúdez, poco antes de las ocho del primer viernes de agosto, una mujer me daba sin querer una previsión del día al pasar a mi lado junto a su acompañante: «—¿Solo 33 grados?». Más calor me hizo de camino a la Galería de las Colecciones Reales, cuya visita tenía pendiente desde su inauguración hace ahora un año. Cruzar sin sombrero ni sombrilla la Plaza de Oriente por la calle Bailén y la de la Armería con una larga cola para ver el Palacio aumentó la sensación de llegar a un oasis en el que te reciben con una amabilidad exquisita, hasta en el gesto del guarda de seguridad que me propuso taparme el reloj de pulsera con la mano para cruzar el arco. Dentro, la fascinación por un estuche impresionante a los pies del Palacio Real, un conjunto arquitectónico concebido por Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla en 2002 y culminado en 2015, y que tantos rasgos de parentesco sugiere a alguien de Cáceres, vecino del Museo Helga de Alvear, obra del mismo estudio. Las tres plantas descendentes ofrecen un espacio expositivo de más de cien metros en cada una de ellas, cuyo recorrido cronológico aprovecha la secuencia de los niveles -1, -2 y -3, para dividir con las dos primeras las dos dinastías: A (Austrias) y B (Borbones), dejando el último nivel para las exposiciones temporales y el Cubo como espacio audiovisual. La concordancia en Cáceres de un concepto museístico moderno en una colección contemporánea es en Madrid una divergencia que realza la importancia artística e histórica de tapices, muebles, esculturas, armas y armaduras, porcelanas, cuadros, bordados..., de un variadísimo patrimonio. La integración de los restos del Madrid medieval y la muralla árabe del siglo IX, que se muestran y se explican en la planta -1 es otro ejemplo de exquisitez de la Galería. Pocos libros —los justos—, como un códice iluminado del XV o la Historia Universal manuscrita de Bernardino de Sahagún, o un ejemplar del Quijote de 1605 que la infanta Luisa de Orleans regaló al rey Alfonso XIII. Lo compensé llevándome de la tienda los tres tomos, de más de quinientas páginas cada uno y a buen precio —menos que el planeta de 2023— del catálogo de María Luisa López-Vidriero Abelló Constitución de un universo: Isabel de Farnesio y los libros (Madrid, Patrimonio Nacional, 2016). No desprecio, como es natural, lo mucho visto; pero me entretuve en buscar —sin éxito— algún vestigio del reinado de meses de Luis I, del que se están cumpliendo ahora los trescientos años, y me detuve en la curiosidad del retrato de espaldas de Carlos IV, un óleo del pintor de cámara Jean Bauzil, al que la reina María Luisa de Parma tildó de «loco» en una carta a Godoy —leo en la Guía de la Galería (pág. 160). Despide al visitante de la sala B un ejemplar de la Constitución de 1978, abierto por los artículos 43 a 47, para que se lea el 46: «Los poderes públicos garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad. La ley penal sancionará los atentados contra este patrimonio». No sé si alguien habrá lamentado que en la solución expositiva no se haya podido evitar el artículo siguiente, el 47: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos». He vuelto a acordarme —más en este contexto— de La de Bringas de Galdós, con ese don Francisco como oficial primero de la Intendencia del Real Patrimonio, habitante de aquella feliz vivienda a los pies de Palacio, «cumplimiento de todos sus gustos y deseos» (capítulo V).
miércoles, agosto 07, 2024
Lectura de verano
Es posible que las dos principales experiencias que me sitúan en el tiempo de las vacaciones de verano sean el viaje y la lectura, antes que pisar la arena de la playa o ponerme a la sombra de una higuera junto a una alberca. Son principales y extraordinarias en sí mismas, y, afortunadamente, habituales en cualquier momento del año; pero en estos días adquieren por contexto una dimensión distinta. El viaje casi siempre es en coche y no se limita al traslado de un punto de partida a otro de llegada para el disfrute del descanso, sino que se repite en distancias cortas para ir a sitios conocidos o ya vistos. La lectura solo es distinta por el cambio de lugar, ni siquiera por el tiempo que ocupa; y no comparto esa categoría de «lecturas de verano» que proscribe la reflexión e induce a una refrescante nadería. Eso sí, ocurre en este tiempo que se realimentan las experiencias gratas, de modo que el viaje propicia la adquisición de nuevas lecturas halladas en alguno de los lugares que uno visita; y estas provocan coincidencias con esos puntos sugeridos en algunas de sus páginas. En tierras navarras terminé de leer Castillos de fuego (Seix Barral, 2023), de Ignacio Martínez de Pisón, excelente reconstrucción realista de un tiempo a partir de una trama interesante ajustada a las fechas concretas que determinan los cinco libros en los que está estructurada, desde noviembre de 1939 a septiembre de 1945. Extensa hasta casi las setecientas páginas. Pero ya tenía conmigo la otra lectura que me ha ocupado en este tramo de vacaciones. La compré en Logroño, en Castroviejo, una librería en la que uno lamenta no quedarse, por ir de paso, como nosotros el último viernes de julio: Moisés Mori, Doble Autorretrato Mundo. Oviedo, KRK Ediciones, 2024. Gracias a Miguel Casado, que había reunido sus lecturas de Archivos en la misma colección, leí El nombre es lento (Burgos, Editorial Dossoles, 2004), y luego he seguido lo mucho escrito y publicado por este profesor y escritor asturiano (Cangas de Onís, 1950), al que debemos brillantes y nada convencionales lecturas de autores como César Aira, Stendhal, Ismael Kadaré, entre otros nombres, como el de la escritora francesa Annie Ernaux. No son ensayos al uso, como este sugerente Doble Autorretrato Mundo, cuyo título incorpora referencias a dos de las obras de los autores tratados, Autorretrato, de Édouard Levé, y Amor mundo, un libro de cuentos de José María Arguedas. Dos referencias como representación de un doble foco que toma como excusa de su indagación: el escritor francés (Neuilly sur Seine, 1965- París, 2007) y el escritor y antropólogo peruano (Andahuaylas, 1911- Lima, 1969), ambos suicidas después de la escritura de unas páginas reveladoras publicadas póstumamente: Suicidio (2008) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Esto, en el plano más literal de un ensayo de aproximación a dos literaturas distantes y ahora conectadas por la mirada del lector-personaje-narrador que interviene en el texto, amén de la coincidencia de que se trate de dos autores que acabaron suicidándose. Esa participación —o intromisión— del yo lector y narrador en forma de poemas, excursos, recuerdos de infancia y juventud, apuntaciones domésticas y de otras lecturas —principalmente, pero no exclusivamente en las paradas en cursiva que se interpolan en los capítulos o tramos textuales sin numeración ni títulos —casi— de un todo dividido en dos grandes partes (cómo no) que sí están rotuladas: «No fuiste a Perú» y «Tormenta en Angoisse»— constituye el plano figurado del libro o novela, y su originalidad, su valor fundamental. De este modo, Mori propone la narración de un autor, de un lector que cuenta su experiencia lectora, que viaja por la escritura múltiple, aquí, de dos autores, Édouard Levé y José María Arguedas (págs. 130-131), que vienen a representar la lucha del yo con su autorretrato, y funcionan «como un desvío —más o menos intencionado— de la atención, como ese gesto que hacen los magos para distraernos y que no nos fijemos en el truco.» (pág. 277). La mixtura del conjunto, la desaparición del autor —explícita en los finales de los dos escritores glosados—, la exploración sobre lo propio, ese asomarse a vidas y obras ajenas para interrogarse sobre la propia, o los trasvases entre lo leído de Levé y lo leído de Arguedas, representa una especie de anomalía —todos los términos, títulos, palabras o alusiones están interconectados— que configura un mundo —libro mundo, dominó mundo (pág. 650)— que es todas las obras —en un remedo del mestizaje de Todas las sangres de Arguedas. Es un doble o triple o múltiple retrato de gozosa lectura que me ha parecido fascinante y profundo. Útil para ahondar en unas obras transitadas —las de Arguedas, de Agua a El zorro de arriba y el zorro de abajo— e incitante para buscar las no conocidas —las de Levé—; al contrario que el personaje de la hija del narrador, Clara, ya aludida en las primeras páginas del libro (pág. 21), que lee Autorretrato del francés y no ha leído nada del peruano. Quizá algún día lleguen los aires nuevos y frescos que propone Doble Autorretrato Mundo a los géneros académicos convencionales —desde el artículo científico a la tesis doctoral—, y que valga como superior excelencia un artefacto tan lúcido como este. Lástima que cueste todavía, sin embargo, naturalizar un ensayo especulativo que incorpora un retrato íntimo tan profundo y tan sugerente, una combinación de biografemas y apostillas críticas como la perpetrada por Moisés Mori. Tan difícil de explicar en esta breve nota de un viajero deslumbrado ante un espacio textual que no acierta realmente —«Lo reconozco, no queda claro» (pág. 745), escribe el autor— a ponderar y a recomendar.
domingo, julio 28, 2024
Escribir la tierra
La composición y el título principal de este libro de Javier Morales (Plasencia, 1968) son la mejor declaración de sus intenciones, que, de otro modo, están expresadas en el breve prólogo que llevan los relatos reunidos en él. «Por una escritura de la tierra» es esa presentación en la que se nos informa de la procedencia de los textos y, sobre todo, se hace un alegato por «una nueva escritura de la tierra, una nueva literatura que tenga en cuenta los bosques, las montañas y los ríos, que no se escriba en los surcos del dolor de los otros animales, sino desde la fraternidad y el reconocimiento de todos los seres vivos que habitan el planeta Tierra» (pág. 14) Pero, en realidad, el más contundente argumento en defensa de una escritura de la tierra es la decisión de retomar unos textos antiguos —«La despedida» fue el último cuento del volumen de mismo título que publicó la Editora Regional de Extremadura en la colección Vincapervinca en 2008—, ya publicados en otros lugares —en los libros Ocho cuentos y medio, de 2014, y en La moneda de Carver, de 2020—, y agruparlos ahora con el título de Escribir la tierra. El matadero y otros cuentos de la montaña (Madrid, Tres hermanas, Col. Tierras de la Nieve Roja, 2024) que es una especie de reescritura o de relectura de unos textos con unos principios compartidos, una esencia común. A ellos —«La despedida», «Profecías», «Cementerio alemán» y «El tiempo del tabaco»— se suma en esta edición «El matadero», único relato inédito, escrito, según indica el autor, en 2020, y el más largo de todo el volumen —págs. 21 a 55. No solo por ser para mí de primera lectura me ha interesado este relato, sino porque compendia en su narración rememorativa —en una primera persona habitual en los textos de Morales, que acerca los referentes del autor a los del personaje narrador — una sugerencia literaria y una sugerencia de vindicación ecológica que son cada vez más patentes en los escritos del placentino. La primera, implícita en la dedicación periodística del personaje, está en las alusiones a Borges y «Las ruinas circulares», en los libros de Emily Dickinson, Thoreau, que aparecen mencionados, en la poesía de e. e. cummings, en la analogía de un lugar como el Matadero con la Casa Usher del texto de Poe… La segunda es obvia en el conflicto entre el progreso y la conservación de un espacio natural que forma parte del argumento esencial del cuento; pero es sumamente significativa en el homenaje de nombrar a la protagonista femenina de la maestra como a la activista hondureña del medio ambiente y los derechos humanos asesinada en 2016: Berta Cáceres. «En nuestras cosmovisiones somos seres surgidos de la tierra, el agua y el maíz, de los ríos somos custodios ancestrales el pueblo lenca. Resguardados por los espíritus de las niñas que nos enseñan que dar la vida de múltiples formas por la defensa de los ríos es dar la vida por el bien de la humanidad», son palabras de la líder lenca no ficticia que elige Javier Morales como uno de los exergos que abren la sección de El matadero. Los otros son de Olga Tokarczuk y de Kafka, en otra manera de vincular las dos presencias, la de la naturaleza y la de la literatura —también en el homenaje a Miguel Torga del subtítulo. Ambas acompañan esta sugerente narración de restauración de un pasado personal con la escritura como nutriente. Del mismo modo que la tierra recibe sus fermentos más propicios, Javier Morales abona su libro con una mirada a un mundo rural emotiva y sensible, recolectada entre sus escritos anteriores como una suerte de reafirmación de sus convicciones naturalistas. Ahora, en la editorial Tres hermanas que lo acoge, y que debe extremar el cuidado formal para evitar erratas, menores pero molestas —págs. 27, 37, 38, 104— y más ostensibles como el error en la numeración de los capítulos posteriores al noveno. Confiemos en que sea un libro tan buscado y leído para ser reeditado con los oportunos retoques.
martes, julio 23, 2024
La mala costumbre
Me recomendó esta novela Julia, que la había leído por un préstamo digital al que llegó por un sendero de afectos que me apetece recordar, según su relato. Resulta que algún seguidor de su magnífico podcast Superíndice —lo mantiene desde hace unos años con su amigo David Pedé—, le comentó que habían leído en un club de una biblioteca manchega La mala costumbre (Seix Barral, 2023). Ante el interés de Julia por esa obra de Alana S. Portero, le pidieron sus datos y le hicieron el carné de la Red de Bibliotecas de Castilla-La Mancha para beneficiarse de inmediato del préstamo en formato digital. Ella intentaba mostrarme con qué facilidad —y gentileza— había podido llegar a una novedad tan reciente, aunque suponía que yo me haría con un ejemplar en papel. En efecto, compré el libro a finales de marzo de este año, una mañana en la que también me llevé La llamada. Un retrato (Anagrama, 2024), de Leila Guerriero —que estoy leyendo mientras el gobierno de Milei suprime las políticas de memoria, verdad y justicia—, y regalé Historia de la mujer caníbal (Traducción de Martha Asunción Alonso, Impedimenta, 2024), de Maryse Condé. Hasta mediado junio no confirmé que la de Julia era una buena recomendación, y que, por desgracia, hay buenos textos que no logran sobreponerse a la perturbación mediática generada por aspectos no literarios. Se me dirá que es inevitable; pero, al menos, yo me lo pongo de relieve. Y añado que si la perturbación es como la que ha habido y hay en torno a Alana S. Portero, bien está. Sin dudar, me alegro del éxito de La mala costumbre, que, en enero de 2024, llevaba nueve reimpresiones, desde mayo, e imagino que habrá aumentado bastante en este medio año; y me alegro de que esta novela le haya cambiado la vida, como ha declarado la autora en muchas entrevistas, y de que su publicación sensibilice sobre una realidad incómoda para muchos, que remueva y reivindique; pero me gustaría que se hablase más de literatura cuando se hable de ella. Su literatura tiene suficiente sustancia para aupar esta obra hasta su consideración de fenómeno editorial. La construcción del relato y de sus personajes, la manera en que está escrita una novela o cuáles son los recursos para crear comicidad o turbación no son, lamentablemente, materia de las conversaciones literarias que nos muestran los medios. En el caso de Alana S. Portero mucho menos, quizá, por el impacto de su vida y la relación con la historia que ha escrito. Cuando Julia me recomendó la novela, yo contaba con pocos referentes sobre el éxito editorial que ya era y sobre su autora. Después de leer La mala costumbre podía decir que me había construido una imagen de Alana S. Portero solo a partir de la lectura de su obra, y la imagen no pudo ser más simpática. Y ocurre que se imponen, junto a los criterios estrictamente literarios, los de afinidad personal; esos que a veces uno siente cuando lee un libro bueno que, además, está bien editado y que da gusto tener en las manos. Entonces, a la tipología de unos personajes que deambulan por una historia radicada en un barrio obrero como el madrileño de San Blas, se sobrepone el cómo se presentan, desde el puro suelo de la calle contra el que se estampa un yonqui —«Efrén era guapísimo» (pág. 13)— o bajo la sábana blanca de una funeraria que es como un lienzo en el que se dibuja la estructura inevitable de la novela. A lo mejor puedo decirlo de manera más precisa si confieso la sensación tan grata de encontrar en la página 226 un juicio sobre un momento tan celebrativo como el desayuno, y un equivalente para la protagonista en las horas del primer café de los domingos: «cuando aún se ve la vida desde detrás de las ventanas y se piensa despacio pero hondo, como si aún se conservase la cualidad deslizante del sueño». Y entonces, junto a la gracia de una disposición en capítulos breves como teselas de un mosaico, con la excepción —también tipográfica— de un corte esencial, o las referencias literarias y mitológicas en precisas dosis, uno quiere ver la virtud hasta en un azaroso salto de página que retarda la aparición de una palabra importante: «Ese «señor» pronunciado desde la miseria del chupatintas que no tiene donde caerse muerto pero que lleva una identificación oficial me provocó una» (pág. 79). Y se lee en la página siguiente: «arcada». Tengo que agradecerle a Julia la recomendación y decirle que aquí tiene copia en papel de La mala costumbre por si la quiere releer, que es una experiencia siempre gustosa, como el que se regodea en la tenencia de un tesoro sin ser codicioso.