Hace años, mientras leía una novela que acababa de salir de un autor de mucho éxito y que no estaba gustándome, alguien que me había pedido opinión me dijo que yo tenía deformación profesional, que leía buscando defectos. —Soy filólogo y profesor, no inspector —debí contestarle al objetar. Al contrario, me gustaría tener la preparación para encontrar los hallazgos del texto; y, en cualquier caso, bienvenida sea esa deformación con la que afronto casi todo. Tengo la suerte de confundir placer y obligación en materia de lecturas, y, cuando alguien lee un libro de poemas porque sí, y vuelve sobre él por puro deleite, yo añado a la gana y al gusto el provecho que pueda sacarle para mis clases y mis cosas. Siempre he leído con un lápiz o un bolígrafo a mano, y no por anotar lo que me llama la atención de un texto estoy preparando clases. Eso sí, bien que me han venido siempre esos apuntes cuando he tenido la necesidad de volver sobre lo que leí en su día, aunque no haya sido estrictamente lo leído el sujeto tratado. Me ocurre ahora, desde que en 2018 empecé —volví— a dar clases de literatura iberoamericana, porque todo lo que cae en mis manos de esa inmensidad —que hemos sido tan audaces de constreñir con ese marbete académico y administrativo de una o varias asignaturas de programa— lo tomo como si fuese posible sustancia del curso. Me podría pasar —me ha pasado— con la literatura española; pero ya hace años que voy transitando por siglos más lejos. Así que llevo unas temporadas haciendo acopio de autores que no había leído o leyendo lo nuevo sobre los ya conocidos, y siento mucha satisfacción por esta manera de preparar mis clases antes de afrontar un nuevo curso. Un recuento repentino de algo de lo que he leído en los últimos tres o cuatro años de autoras y autores de Iberoamérica quizá me ahorre explicar más: Carlos Granés y su Delirio americano, ilustra estas palabras como si estuviese sobre mi mesa haciendo de marco de este deambular por textos. En poesía, la antología poética de David Huerta El desprendimiento (Galaxia Gutenberg), Rafael Cadenas y su Obra entera (Pre-Textos), que daría para un monográfico también con su prosa; y un buen número de los autores y autoras editados por Liliputienses que, con su variedad, casi siempre han sido novedad celebrada: los argentinos Lucas Soares, Mercedes Halfon, Patricio Grinberg, Daniela Ema Aguinsky, o Mario Pablo Ortiz y las más de mil páginas de los once volúmenes de sus Cuadernos de lengua y literatura. También el mexicano Fabricio Gutiérrez, o la peruana María Belén Milla Altabás, que me permiten ampliar un canon ya inabarcable. En novela, leí a Valeria Luiselli y su Desierto sonoro (Sextopiso), a Álvaro Enrigue, lo penúltimo de Leonardo Padura, a María Fernanda Ampuero, Mariana Enríquez, Aurora Venturini, a Pedro Mairal y Brenda Navarro, a Darío Jaramillo Agudelo, novelista de sus fascinantes Cartas cruzadas (Pre-Textos) —y prologuista de la Obra entera de Cadenas—, Leila Guerriero, Gustavo Faverón y su soberbia Vivir abajo (Candaya), Jaime Bayly y Los genios (Galaxia Gutenberg), Dolores Reyes, Patricio Pron, José Emilio Burucúa editado por Periférica, y los clásicos en nuevas ediciones y presentaciones Ibargüengoitia (Las muertas) o Rulfo (El gallo de oro y otros relatos), publicados en Letras Hispánicas de Cátedra. Ya. Por el momento. Hay más títulos y nombres, tan pródigos todos en afectos literarios que sigue mereciendo la pena llevar lápiz para subrayarlos, a costa de que te digan que estás corrigiendo exámenes, que sí que es deformación.
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