El otro día me preguntó un amigo si me sentía cacereño. Para más señas, me lo preguntaba alguien de Zafra que lleva viviendo en Cáceres treinta años. Le dije que sí, que me considero integrado en esta ciudad en la que vivo desde hace más de cuatro décadas, aunque el gentilicio me parezca un préstamo tan casual como de larga duración. Sin embargo, todo es natural, como el apego que sigo sintiendo por el lugar en que nací y que justifica la etiqueta genuina de zafreño o zafrense, a pesar de que allí solo sea ya un visitante. «—Tú, tranquila, que seguro que alguien, si te pierdes, te devuelve a casa», se decía ayer domingo la actriz Carme Elías al hablar en una entrevista con Lourdes Lancho y Javier del Pino de cómo convive con su alzhéimer, y de la familiaridad y el afecto que siente en su barrio barcelonés. Emocionante. Si hubiese escuchado eso antes que la pregunta de mi amigo y paisano, le habría dicho algo parecido. Me siento cacereño porque sé que, si me pierdo por el centro de esta ciudad, alguien me reconocerá y me llevará a casa. Si me pasase en Zafra, lo único que necesitaría sería dar mi apellido; y estoy seguro de que, en cualquier calle, alguien me ayudaría. Qué digo; me acogería en su casa hasta que uno de mis hermanos mayores fuese a recogerme. No sé si respondo así a una pregunta que no me hago casi nunca. Con todo, que la vida no me haya dado más elección no me impide creer en el arraigo en otros lugares, y en medir en poco el tiempo necesario para sentirme de un sitio. Encajar en él. Ser cliente habitual. Un rostro familiar. Un par de meses.
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