Peliculón. Ya no podía posponer más acudir al cine para ver algo con muy buena crítica en casi todos los medios. Pero si en estas últimas semanas ha habido un estímulo principal, ha sido la recomendación de personas cercanas muy jóvenes que me han puesto la película por las nubes. Ayer la vi, en buena compañía. No debe de ser muy habitual que hagas la cola con dos amigables conocidos como Mª Cruz Vázquez y César Serrano y que compren una entrada más para regalártela. Vimos, pues, As bestas (Rodrigo Sorogoyen, 2022) juntos; más una pareja varias filas detrás de nosotros. Ellos fueron los que me hablaron de la película documental Santoalla (2016), de Andrew Becker y Daniel Mehrer, que habían visto, sobre el hecho real que inspiró el guion de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen. No he podido verla. Bastante tengo por el momento con haber disfrutado con las dos horas de esta obra maestra que es As bestas, que está dedicada «A Margo», la esposa de Martin Verfordern, el holandés que imbuye al personaje de Antoine en la película de Sorogoyen. Como en las mejores obras literarias, lo que hace admirable este cine es la forma de contar en su lenguaje una historia que no es nada insólita, a pesar de su crudeza. No sería lo mismo si la película no se abriese con esa escena en la que tres hombres abaten a un caballo como lo hacen en ese rito ancestral de la rapa das bestas, para imponer todo el peso simbólico a la historia. No sería lo mismo si no comenzase el relato con otra en la que los hombres hablan en la taberna a la vez que trazan cuáles son las lindes que separan a los unos y a los otros. A los otros que son dos, la pareja de franceses que se ha instalado en una aldea gallega, interpretada por los espléndidos Marina Foïs y Denis Menochet. Y a sus antagonistas en la ficción, igualmente buenos en la interpretación, Luis Zahera y Diego Anido. No sería igual sin el manejo del tempo narrativo y tampoco sin determinados encuadres ni elipsis puestas en boca de un personaje que pronuncia «un año» y el espectador ya sabe. Otro valor también está en hacer cine sin empachar, en no recrearse o ser insistente en los hallazgos, en sugerir, en insinuar, sin necesidad de prolongar lo ya apuntado de manera brillante. Valdrían como ejemplo de esta contención la vigorosa escena del caballo al principio; pero también las sutilezas de la vida conyugal de la pareja o la representación del quijotesco protagonista masculino a los pies del gigante molino de viento; recursos de potente significación sobre los que no se insiste. Sí hay mayor recurrencia en las escenas de la cantina que considero muy justificada, pues aporta a la película ese aire de western en un espacio solo poblado por hombres que juegan al dominó, con la tensión y el miedo, las miradas turbias y los duelos a sorbos sobre el mostrador con una botella casi en primer plano. Yo no quería hacer una crítica de cine; solo dejar testimonio de cómo uno puede llegar a tener desde hace tiempo tanto interesante que hablar con amigables conocidos, encontrarse con ellos, y pasarse dos horas sin mediar palabra. Y todos tan contentos.
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