Da para un cuento: «—El obstáculo es Víctor». Simple y copulativa, tan sencilla frase podría formar parte de una historia de crímenes con sicarios dispuestos a actuar. La escuché el otro día en Madrid, en plena calle, y la dijo alguien que hablaba por teléfono al cruzarse conmigo. Da para un cuento; pero como la persona que pronunció esa frase fue una conocida locutora de televisión, puede adornar una breve crónica de una estancia en la capital. Tuve tiempo de sobra de anotarla en mi cuaderno dentro del coche, en el colapso del centro madrileño por culpa de los sobres explosivos que recibieron en la Embajada de Estados Unidos. Yo tenía que cruzar Serrano a la altura de María de Molina para llegar al aeropuerto y en el coche, en hora y pico (sic), me leí casi entero el periódico, que no es mal modo de evitar los agobios de un atasco monumental —el pedestal de la estatua de Colón, la de Emilio Castelar, la del Marqués del Duero…— y de no ponerse tan atacado como mis atacantes vecinos de carril. Anoté también otra frase muy amable: «—Me has alegrado la mañana». La dijo un viejo conocido de Zafra y de Badajoz después de encontrarnos súbitamente a la salida de una cervecería que frecuento. A mí también ellos —iba con su esposa— me alegraron un día alegre. ¡Ay!, frases… Ayer buscaba un dato en un cuaderno antiguo y me encontré con esta frase del verano de 2005: «La única esperanza que me queda es que mis padres y mi hermana se metan este fin de semana en el coche y se den un hostión». La escuché en mi calle, que es un pozo sin fondo también para el fango, y la escupió uno de los dos chicos que pas(e)aban junto a dos chicas. También da para un cuento; de terror. Otra: «Cuando muera tu marido nos casaremos». Hay muchas: «Pásame el pan», «Julia y Pedro meriendan. 11 de abril [de 2004]». Vuelvo a la mañana del atasco en la que volví a la Biblioteca Nacional, después de tantas restricciones que nos han afectado más a los que llegamos de provincias. Lo mío fue más una inspección para anotar los cambios —notorios en la zona de control, en el acceso a la sala general…— en una de esas veces en las que la biblioteca se convierte en un lugar de encuentro con gente de buena conversación que acaba con un café en la planta baja de la cafetería. Ya había dedicado más de una hora a la visita a la exposición de Las Sinsombrero en el «Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa», que me pareció bien hecha y muy extensa, con una gran cantidad de documentos que ver de cerca. Tan de cerca que vi que alguna cartela transcribía un texto distinto a la carta que mostraba. Pero no tuve cerca a nadie que considerase responsable a quien decírselo. También fue una lástima que no hubiese ni un folleto ni un catálogo, como me dijo un desagradable vigilante en atención al público. Le faltó invitarme a que me comprase los libros en Espasa de la comisaria de la exposición, Tània Balló. Disfruté mucho de Maruja Mallo, que recibe a los visitantes, y de Margarita Manso, Ruth Velázquez, Marga Gil Roësset, Delhy Tejero, Rosario de Velasco, Ángeles Santos, o Luisa Carnés, a quien vi en un video en la piscina con sus nietos. Es muy recomendable la visita, a pesar de los grupos de chavales —«A esta no la conoce nadie», escuché— que tuve que evitar con sus entregadas profesoras que explicaban la exposición. Un día aprovechado. En el aeropuerto, en la T-1, esperando a Julia, a mi lado estaba un tipo con un cartel que llevaba escrito el nombre de «John Collins», del vuelo de Dublín. Yo imaginé que ponía «Víctor».
Eso de ir escuchando lo que dice la gente es un buen ejercicio.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Gracias, José A. García. Escuchar y observar son los mejores ejercicios. Una recomendación de alguien que sabe llevarlo a lo escrito: «La belleza de lo pequeño», de Tomás Sánchez Santiago (León, Eolas Ediciones, 2022).
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