Este jueves pasado me senté a esperar a mi amiga I. —a la que conozco por razones que algún día habría que relatar por su argumento literario— en la cafetería del Hotel Laguna Nivaria de San Cristóbal de La Laguna, que fue donde la vi por última vez, hace casi diez años, en diciembre de 2012, con motivo de la lectura de la tesis doctoral de «Pepe». Si pudiese poner aquí una nota al pie escribiría que se trata de José Antonio Ramos Arteaga, que defendió el 18 de diciembre de aquel año su tesis Calles, plazas y salones: textos y espectáculos teatrales en el Tenerife de la primera mitad del siglo XIX. Yo estuve en el tribunal que evaluó aquel trabajo en una sesión tras la que se me acercó una señora para compartir conmigo su felicidad por el acto al que había acudido. En estos días, he vuelto a constatar que Pepe sigue siendo una persona entrañable y especial. No pude verlo esta vez y me volví de allí con ese pesar, mitigado con creces por haberme encontrado con I., y con otra colega como V., a quien también hacía años que no veía, y con la que desayuné con la complicidad de los que se conocen desde hace mucho. Como amantes apócrifos. Digo que este jueves me senté a esperar a mi amiga y me leí buena parte del periódico del día, o sea, El Día. La Opinión de Tenerife, que traía la noticia de la muerte del guanche histórico del independentismo canario Álvaro Morera. El periódico decía que su hijo leyó el testamento vital de su padre «que dio paso al Awañak que interpretó el propio Luis Morera y que acabó cantando hasta el cura antes de proceder al enterramiento, a ritmo de sirinoque y entre bucios como soñó un Álvaro amortajado con su bandera de las siete estrellas verdes» (pág. 13). Me recordaron mucho estas palabras a aquel dirigente del emepaiac, el Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario (MPAIAC), que fue Antonio Cubillo, muy presente en los medios durante los años ochenta en los que uno lo encontraba en los periódicos y en revistas como Cambio 16. Pero lo que me llamó la atención fue la esquina de la noticia en la que se decía eso del sirinoque, del Awañak y de los bucios, y tuve la necesidad de recurrir a un traductor que no tenía. Ni siquiera I. —que se excusó por no ser canaria de nacimiento— pudo iluminarme sobre ese canto, sobre ese baile o ese instrumento que todavía no soy capaz de concretar y definir. Es fascinante encontrar palabras así en la prensa diaria de un lugar que no es el tuyo; pero en el que te sientes tan cordialmente acogido. Bucios, sirinoque y Awañak. Y las siete estrellas verdes. Inmersión lingüística. De San Cristóbal a San Juan no es más que un título para anotar la experiencia de haber estado en una ciudad Patrimonio de la Humanidad y volver a otra que también lo es.
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