Me sorprendió ayer la noticia de la muerte del poeta mexicano David Huerta (1949) mientras escribía unos apuntes sobre un libro de teatro sostenido sobre un volumen que lleva en mi escritorio más de un mes y que comencé a leer por el final, por el «Discurso de aceptación del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances» que pronunció el poeta —sí, David Huerta— en Guadalajara (México) en noviembre de 2019. Gracias a Jordi Doce, editor de su poesía en la espléndida antología (1972-2020) El desprendimiento (Galaxia Gutenberg, 2021) —sí, el volumen—, estaba leyendo poemas de libros tan ignotos como El jardín de la luz (1972) o Cuaderno de noviembre (1976). Luminosas palabras las de Jordi Doce en su «Hay una llama viva» como introducción a una obra plural y diversa, sorprendente por lo que depara de poema en poema. Sobre ese volumen con sus versos reposaba hace nada mi brazo sin saber que David Huerta había muerto. Tampoco, cuando escuchaba en la mañana de ayer un responso dedicado al familiar de un amigo que el sacerdote llenó de unas metáforas que nos conturban siempre, a pesar de que estamos acostumbrados a leer la muerte en los textos de los poetas, y no escucharla de la boca de los predicadores: «El problema de un muerto / es su lugar en el pasado. […] Al muerto le preocupa ese lugar / que sólo podemos reconocer / en el momento en que la brisa murmurante / le da vuelta a la página o en el gesto / de los perros amarillos de la ciudad; / esos perros que buscan su lugar, sin encontrar / más que mendrugos de vida, instantes / de distracción y ojos abiertos, / minutos esmaltados / por una piedad irreflexiva». De Canciones de la vida común (México, K Editores, 2018), y los versos del poema de mismo título que en esta soberbia antología están en las páginas 301 y 302, y que continúa hasta «Fantasmas en los árboles» (pág. 303).
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