Ayer sábado, en varios medios y redes, leímos la noticia del fallecimiento de Julio Neira (Madrid, 1954), y resúmenes de su trayectoria profesional como Catedrático de Literatura Española en la UNED —fue decano entre 2015 y 2019 de su Facultad de Filología—, como investigador y ensayista en poesía española contemporánea y especialmente en la Vanguardia española, o como gestor desde su primer cargo como delegado del Ministerio de Educación y Ciencia en Cantabria entre 1986 y 1993, su vinculación a la política como candidato del PSOE en las elecciones autonómicas en Cantabria en mayo de 1995, o sus actividades en la gestión cultural cuando fue, entre 2003 y 2008, director del Centro Cultural Generación del 27 de la Diputación de Málaga, luego coordinador general del Centro Andaluz de las Letras (2008-2011), o director general del Libro Archivos y Bibliotecas de la Junta de Andalucía (2011-2012). Publicó numerosos trabajos sobre revistas como Litoral o autores como Jorge Guillén, José María Hinojosa —a quien dedicó su tesis doctoral y editó (La flor de Californía, Poesías completas, Epistolario…)—, Luis Cernuda, José Moreno Villa, José Antonio Muñoz Rojas, y, más recientemente, José Manuel Caballero Bonald, que biografió en Memorial de disidencias. Vida y obra de José Manuel Caballero Bonald (Fundación José Manuel Lara, 2014), que fue Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías, y a cuya poesía dedicó el libro Gestión de simulacros. La poesía de José Manuel Caballero Bonald (Calambur, 2021). Nos gustó mucho encontrarnos en Córdoba, hace cuatro meses, en el II Congreso Internacional SILEM Vidas para contar. La construcción biográfica del escritor en la modernidad temprana, al que acudió acompañando a María Dolores Martos, que habló sobre discurso biográfico femenino en la Filipinas del siglo XVII, y a la que me presentó. Era la primera vez que lo veía desde que supe lo de su enfermedad, que no le impidió del todo seguir aceptando invitaciones, como cuando Luigi Giuliani le pidió el año pasado que presentase en Madrid su edición de Roma, peligro para caminantes, que finalmente no pudo ser, precisamente, por culpa de su tratamiento. Nuestro afecto mutuo venía de años, de esa época de la que no hablan los resúmenes de las necrologías. Julio vino a Cáceres en el curso 1983-1984, procedente de la Universidad Mohamed V de Rabat, en la que había dado clases durante cinco cursos. Lo conocí esporádicamente como profesor, pues se hizo cargo de alguna asignatura de los últimos cursos, e incipientemente como compañero muy pocos meses, intensos en su aclimatación a Cáceres, que viví con él desde cerca. Más de una vez he contado que un catorce de enero de 1986, Julio se presentó en casa —yo vivía de alquiler con Miguel Ángel Teijeiro y otro amigo— y, llorando, nos comunicó la noticia de la muerte de Juan Manuel Rozas, pilar de aquel joven Departamento de Literatura Española. Creo que la desaparición del referente del maestro tuvo mucho que ver con que Julio y su familia dejasen Cáceres, una ciudad que solo podía motivarle en aquel entonces por trabajar junto a Rozas. En los últimos años, y cuando ya había vuelto a su dedicación como profesor de la UNED, retomamos el contacto por sus venidas a Cáceres para participar en alguna comisión de plazas docentes o en algún tribunal de tesis doctoral, y sabíamos bien de él por reuniones y congresos en los que coincidía con colegas como José Luis Bernal, que ha compartido siempre intereses de investigación, y que fue quien ayer por la mañana me dio la noticia de la muerte de Julio Neira. A quien recuerdo ahora y por quien escribo.
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