Al recordar la entrada de este mismo día de hace un año, me ha llamado la atención que la sobreplana del periódico de hoy solo sea por un anuncio publicitario de una película apocalíptica. Paradójicamente. Como si no ocurriese nada, como si tuviésemos que mirar hacia el cielo para ver lo que se nos puede venir encima, cuando ya lo tenemos aquí. Sin exagerar. Sigo viviendo la vida con sordina, con una serena frustración sobre todo lo que me rodea. La frustración por tener que seguir tapándome la boca para no dar un beso en los labios es un detalle que resume el resto de malogros; desde dar clases con mascarilla in praesentia o sin mascarilla online, hasta no poder entrar en una tienda por ser el sexto para un aforo de cinco. (O no tener la oportunidad de dar a nadie un beso en los labios, pues no voy a venirme arriba a estas alturas). Todo son limitaciones, un escamoteo cotidiano. Menos en el interior de los bares, donde no hay tope, y se puede beber, comer y gritar sin mascarilla. Pasará. Como impone la tradición, llevamos estos días recibiendo mensajes de felicitación de vario tipo, muchos muy convencionales y otros muy originales y elaborados. Me sorprendió uno: «Soy madridista hasta la muerte». Así, sin mejores deseos. Lo recibí por un error del remitente; pero eso no quita importancia a una afirmación tan tajante y a la vez tan quebradiza como la que contiene el juramento de cualquier matrimonio católico. No sé. Estoy preocupado por lo que pasa ahí afuera. En cuanto a lo de dentro, ayer cometí un error que va a hacer que comience el año con el mal pie de una multa por exceso de velocidad. No sé por qué creí que ese 70 era una recomendación cuadrada y no una prohibición tan redonda como rotunda. «Se me va a caer el pelo», me dije, todavía a cien y consciente —claro— del sentido figurado de la frase. Felices fiestas.
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