Murió la última tarde de noviembre de hace cinco años. He pensado en ella esta mañana mientras desayunaba en una cafetería de la calle Almagro de Madrid que me trae buenos recuerdos, que son los que deben imponerse cuando uno evoca a la madre que lo parió. El asombro que ella mostraba al teléfono —tan expresiva, y con un por dios siempre en la boca—, cuando le decía por la mañana que estaba lejos y por la tarde que acababa de llegar a casa, lo he recordado hoy a la misma hora de otro aniversario de su muerte. Y casi la misma sensación y el por dios por escribir ahora sobre ella después de pasar veinte minutos en el metro observando a la gente mirar sus teléfonos sin reparar en casi nada más, que no es poco, coger el coche y volver. Ya en casa, retomo lo anotado hace semanas —una ocurrencia— para recordarlo esta última tarde del mes de noviembre. Fundir en uno varios apuntes en los que ella sale, y que no sé si saldrán otra vez en algún otro momento. Tienen sus títulos: Tortilla francesa. Lo que ponderaba mi madre cuando le hacía una tortilla francesa era lo único que se puede en algo tan sencillo. La forma de presentación que yo le ponía en el plato. Nada más. La vista. «Estás forzando la vista» —me decía mi madre. Lo mismo que yo he dicho muchas veces a mis hijos cuando leían con poca luz al caer la tarde. Hoy me he acordado de eso porque estaba leyendo casi a oscuras, confiado en que la claridad de la pantalla del ordenador me iluminaba. Mal hecho. Razón tenía. Un apunte. Fue mi madre la que me inculcó este trastorno. Tener la casa lista, no dejar nada sin recoger, y la cama hecha por si llegase una visita. Estar aseado y con la ropa interior limpia por si surgiese una urgencia médica. Eso era muy importante. Hay gestos. Hay gestos de mi madre que recuerdo con inusitada viveza. Mirar en mi cuaderno rojo, h. 15 v. Al volver de Madrid hoy, he consultado en ese cuaderno y aquellos gestos eran pelar una cabeza de ajos entre las manos, enharinar unas albóndigas y batir unos huevos, cuando ya nada de eso podía hacer y solo podía ofrecerme su ayuda emparejándome los calcetines. Un puñadito de gestos domésticos para representar lo que pervive. Me acuerdo de tanto.
Qué preciosa semblanza de tu madre, a partir de esos recuerdos, Miguel!
ResponderEliminarMe encanta la sonrisa de esa foto.
Gracias, Isabel.
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