De las dos circunstancias que cambiaron el curso de mi trama de agosto, la de limpiar el polvo merece este capítulo aparte. Aunque I viene a casa una vez por semana y pasa el trapo como la que va de puntillas y tiene prisa; a horas, y sin afán recriminatorio, me entretengo en desempolvar los libros. Según la zona, puede ocurrir que la tarea derive en la reubicación de unos cuantos volúmenes que no habían quedado debidamente ordenados alfabéticamente por los apellidos de sus autores en un sector del pasillo que acoge lo más misceláneo y esquivo. Y puede pasar que me pare y ponga el ojo en uno que no abría después de mucho, con el que me reencuentre y me agrade la gracia de volver a él después de muchos años. Es una suerte de desprendimiento de rutina. Anoté algo así hace tiempo y me propuse hilar un texto como una taracea de lo leído en páginas que rodean la vida cotidiana de quien pone un poco en orden la casa o se entretiene limpiando las estanterías. En este caso, no un estante ni dos, sino varias habitaciones. Así que tenía la trenza alquitranada, como escribe Stevenson sobre su personaje masculino en La isla del tesoro, y antes de que pudiera alcanzarlo, saltó por la ventana y lo vio alejarse a todo correr por entre los olivos, como en el cuento de Alejo Carpentier, «Semejante a la noche» referido a un personaje femenino. Nuestros encuentros habían sido eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo, de Rayuela (capítulo 1), «caer de continuo en las excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths privilegiadamente errantes». O esos momentos de amor de los «ojos míos claros, mis cabellos de miel» de Se está haciendo cada vez más tarde de Tabucchi, tan distintos al trato amoroso de los personajes de Insolación, de Emilia Pardo Bazán, con su cortedad debida, que uno de ellos podría ser la cuarentona rubia de chispeantes ojos azules, de natural expansiva y que atiende por la señora Mir en la novela Caligrafía de los sueños de Juan Marsé, en donde hay un atisbo remoto de un tranvía que también está de modo distinto en El amor molesto, de Elena Ferrante, con un recuerdo, y unos cristales de aquellas ventanillas que vibraban en los marcos de madera, y vibraba «también el pavimento y comunicaba al cuerpo un agradable temblor que yo dejaba extenderse a los dientes, aflojando apenas las mandíbulas para sentir cómo temblaba una hilera contra la otra». Todo se mezcló en la tarea doméstica de un domingo de asueto, trapo en mano, como el que da un garbeo por el universo, que es la biblioteca. Lo que debería hacer todas las semanas I. Besos.
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