Creo que no fue por timidez, sino por parecerme ridículo pedir un autógrafo a la mujer que esta mañana me puso la segunda dosis de la vacuna. Llevaba, con los periódicos, el cuaderno en el que escribo mucho de lo que luego pongo en este blog, y podía habérselo ofrecido para que me firmase en la página que tenía marcada. No lo hice. Quizá debí asumir las consecuencias y verme señalado durante los quince minutos posteriores al pinchacino, como aquel que había pedido un autógrafo a la auxiliar que le había vacunado, que se corriese la voz entre sus compañeras y que buscasen a un tipo calvo sentado con unos periódicos, un cuaderno y un sombrero sobre su regazo, y con un problema importante: apagar la linterna de su teléfono. No sé cómo pasó; pero quizá se activó cuando me sentí iluminado por la idea de pedir una rúbrica a mi vacunadora, y me acomodé en la sala con una luz que luego supuse que habría hecho sentir a todos que estaban a oscuras y que yo era el único que sabía guiarme. No comprendí nada, no me explicaba por qué la pantalla de mi teléfono no reaccionaba para apagar una luz tan innecesaria en un espacio tan luminoso a las nueve y media de la mañana. Qué torpeza. Tanta como para que uno de mi quinta, sentado una silla cercana, me advirtiese de que se me había caído al suelo la tarjeta sanitaria, mi mayor orgullo. Se lo agradecí, claro. Por el momento, todo bien. El único efecto secundario tras la inoculación ha sido esta entrada.
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