Minutos antes de las cinco y media de esta tarde ya estaba sentado en una de las cuarenta sillas —por restricción de aforo— dispuestas en la Sala Maltravieso de Cáceres, para ver el primer pase —el segundo habrá sido a las ocho— del estreno de Los cuernos de don Friolera, de Valle-Inclán, del Taller de Montaje «Edipo», uno de los grupos que integran el TAM, el Teatro Amateur de la Escuela de Artes Escénicas Maltravieso. Tenía muchas ganas de volver a ver teatro, aunque siga siendo con mascarilla y a deshoras; pero quería ser de los primeros en darse el gustazo de escuchar decir alta literatura en escena. Y me ha parecido admirable lo que he visto. Porque Isidro Timón, el director, ha sacado buen provecho de algunas de las jugosísimas acotaciones con la voz en off de Pedro Tirado y un fondo de música —acortadas por el tiempo que obliga—, y ha sabido mantener con respeto el lenguaje del genio. Porque cuando se separa de él sabe hacerlo: «Soy verato», dice Pachequín, para reivindicarse; y el Coronel de doña Pepita lee en la prensa que van a instalar en la ciudad un centro budista que va a atraer a mucha gente. Porque tan solo cuatro actores —¿aficionados?— han levantado con brillantez una maravillosa propuesta de gestos y de textos asumiendo el texto y el gesto de más de diez personajes de un elenco original en el que también estaban, gracias al mundo de Valle-Inclán, un carabinero, un perrillo de lanas, el Barallocas mozo de los billares y una cotorra. Es admirable, sí, volver a ver a quienes ponen tanta pasión y talento en lo que hacen: Fernando Royo (Don Friolera), al que no hace falta llevar sobre su testa más papeles que el que le ha tocado para coronarse como actor principal. Debería ser más fantoche matasiete, menos natural, más rígido y cuadrado, como quiso su creador. Mercedes Fuentes, que sorprende por su capacidad de adaptarse a registros tan antagónicos como la vieja cetrina con manto de merinillo (Doña Tadea), el Teniente Rovirosa o el matutero Curro Cadenas, y en todos borda el papel. Creo que a Rodrigo Gutiérrez Cepeda no lo había visto actuar; pero ha resuelto con solvencia creciente su papel como Pachequín, como uno de los militares e incluso como la doña Calixta del billar y la mano de la niña Manolita. Y también Maribel Rodríguez Ponce —que hace de doña Loreta, de militar, de ciego…— es una pieza esencial para que todo esto se mantenga y funcione como un espectáculo teatral con unos medios limitados con un resultado portentoso. Impecable está ella en unos papeles que exigen el uso de la voz —su fuerte— para lograr los matices que llegan a un espectador que yo creo que en más de una de las transiciones habría aplaudido por el buen hacer de los actores. La verdad es que en hora y media este montaje ha logrado incluir casi todo del sainete valleinclanesco. Casi todo. Falta, para mí, lo principal —y es comprensible que no esté. Faltan las claves con las que don Ramón María quiso enmarcar la pieza central —como la comedia principal de aquellas funciones de teatro de los pasados siglos, con su loa, su tonadilla, su entremés…—, con su prólogo y epílogo para que se comprendiese su propuesta estética. Por eso el romance de ciego como cierre de esta función, tan bien dicho y cantado por Maribel Rodríguez Ponce, no tiene el sentido que en la pieza de Valle quería tener. Por eso, don Estrafalario, después de escuchar el romance, dice a don Manolito que se gaste una perra y lo compre. Y cuando don Manolito le pregunta para qué, el genial don Estrafalario le responde: «¡Infeliz, para quemarlo!»
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