viernes, mayo 28, 2021

La poesía de Luis Landero

Después de las numerosas reseñas que se han publicado desde su aparición en febrero de este año, y tras unos dos meses entre los diez títulos más vendidos en España, no hay pretensión de actualidad en esta nota sobre El huerto de Emerson (Tusquets, 2021) de Luis Landero que es fruto de una primera lectura admirada y de constantes regresos a sus páginas hasta hoy. No sé si la especie de que Landero iba a publicar una nueva novela me llevó a reflexionar sobre el género de un texto que me pareció de senectute —eso sí, sobre la infancia y la juventud—, en el que volvía la memoria como dilatador principal y la duda y desazón frente a la página en blanco, como ocurrió en El balcón en invierno (Tusquets, 2014), que alguno mal llamó crisis de vocación literaria. Sin duda, no son novelas como Juegos de la edad tardía, Absolución o Lluvia fina, y por eso, en el caso de El huerto de Emerson, muchas de las alusiones son a «libro», «obra» o «relato». Quizá haya sido la primera obra de Luis Landero, precisamente por su naturaleza, de la que he podido conocer avances; no sé si la única que el autor ha troceado para resolver con brillantez unas conferencias dichas por aquí o por allá. Por aquí, en Cáceres, sus lecturas de obras como El gatopardo, y su condición de estudiante de Filología y no filólogo, de lector, de profesor; y por allá, una conferencia en el Instituto Cervantes de Madrid en tiempos de pandemia que impidieron su presencia en Utrecht, en la que conocí la palpitante plegaria al señor de la invención y de la gramática. Sin voluntad de proponer nada, y menos aún de establecer una categoría genérica, se me ha ocurrido el título de esta entrada para sugerir una respuesta a la pregunta de por qué cautiva tanto la lectura de una obra así, como si se tratase de un poema memorable y emocionante. Que Luis Landero es un impenitente lector de poesía no es ninguna novedad. Constatar su admiración por la poesía española de la primera mitad del siglo XX, tampoco; como no lo es recordar las declaraciones que ha hecho en entrevistas sobre su rutina de escribir por las mañanas y de leer por las tardes, sobre todo poesía. Y escribir poesía desde antiguo. En el sexto capítulo de El balcón en invierno leemos: «No sabía lo que quería ser, salvo poeta. Había empezado a escribir mis primeros versos algo así como un año antes, cuando tenía quince años. Aquello fue un acontecimiento, otro de esos momentos estelares capaces de cambiar el curso de una vida hacia un nuevo destino» (pág. 82). Y un poco más adelante: «Y luego un día, no sé de qué manera, dejé de creer en Dios y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer. En aquel tiempo, yo solo tenía un libro en propiedad. Ese libro era Las mil mejores poesías de la lengua castellana». Creo que desde El balcón en invierno no había en una obra de Landero tanta poesía explícita, a la que habría que añadir la que contiene la prosa narrativa de un autor que alcanza cotas como la que remata el capítulo 4 («Donde Pache») de El huerto de Emerson, una alucinante manera de poner un estrambote lírico a una escena atroz (pág. 68). En este huerto poético, una de las primeras siembras que el lector encuentra es un poema de Antonio Machado (pág. 29). Qué decir de la aludida plegaria (pág. 149), que es un texto único en la narrativa de Landero. Luego, sin venir a cuento, los pespuntes de unas citas literarias de algunos artistas, poetas unos, como Eugenio Montale, Juan Ramón Jiménez o Fernando Pessoa, de los cuales, el español volverá con sus versos «¿Mar desde el huerto? / ¿Huerto desde el mar? / ¿Ir con el que pasa cantando? / ¿Oírlo desde lejos cantar?» (pág. 181) a uno de los capítulos finales («Mar desde el huerto»). Tiene delito que Landero diga en un momento de su poema narrativo (pág. 97), después de evocar las historias de su abuela Frasca y su tía Cipriana, que ahora no tiene a quién contárselas. Hacía tiempo que no encontraba un uso del tópico de modestia tan desviado, pues viene de alguien que ha logrado con su literatura reproducir aquellos relatos orales dichos en un corral o en sillas bajas, y ofrecérselos al lector acomodado en su sillón en un lugar apacible. Mucho más a gusto después de leer estas páginas sublimes. Vaya, no he dicho nada de la poética del lector, de la del escritor y de la del profesor, a la que hay que añadir la po-ética de este ser humano, ciudadano del mundo y de Alburquerque, que tiene esta extraordinaria manera de contar.

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