La rapidez salva vidas y la lentitud puede abrigarlas. Es lo que diferencia la eficacia de la vacuna más veloz de la paciencia en esperarla respetando todas las medidas. La distancia que hay entre ser el primero y proclamarlo con interés, con alharacas, y aguardar con la responsabilidad del sentido común, sin llamar la atención. El sábado, como dije, leí el artículo de Nuccio Ordine («Perder tiempo para ganarlo»), que me parece muy recomendable. Tiene razón, creo, en que «tomarse su tiempo no significa perder tiempo, sino, por el contrario, ganar tiempo, adueñarse del tiempo», y que dedicar las horas a los afectos, a la reflexión o la conversación, a oír música o contemplar una obra de arte significa ganarlas para uno mismo y para los otros, y, como concluye Ordine, «contribuir a que la humanidad sea más humana». Comparto esta defensa de la ociosidad, parecida a la que leí de Stevenson; pero en esta era que vivimos la velocidad tiene su gracia. El tiempo que ganamos con los medios tecnológicos de que disponemos debemos utilizarlos para un mejor rigor en el trabajo. Es sencillo. No se trata de trabajar más deprisa, sino con mayor intensidad y con la garantía de una mejor presentación de lo que hacemos. Precisamente, gracias a que llegamos antes a conseguir un dato, a revisar un texto, o a contar las veces que una palabra se repite. Así que el tiempo ahorrado en eso, deberíamos emplearlo en frenar, en pararnos a reflexionar, en hacer mejor el trabajo, en pensar despacio. Todo un lujo después de tan frenético modo de vida en el que por momentos nos dejamos envolver. Parar y templar, sin necesidad de mandar.
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