domingo, junio 07, 2020
Alcaíns fecit, 2019 (y V)
Geografía, o sea, espacio, tiempo, discurrir, memoria, todo se encadena en una mecánica perfecta en este libro tan sugerente que invito a leer. ¿Por qué la lluvia? ¿Por qué el agua? Aquí cada uno que se sume a esta devoción de quien nos habla a través de esta escritura sobre el agua. En una presentación de este libro —no sé si en Plasencia o en Madrid; quizá en Plasencia— me acordé de una persona querida que adora el agua de lluvia, que se transforma cuando un día amanece lluvioso, que disfruta, y supongo que también disfrutará leyendo y mojándose con este texto. Me acordé de ella. Y es que viene bien traído aquí por la memoria que está convocada en estas páginas, por el recuerdo como motor de un presente. ¿Por qué la lluvia? En palabras de Eduardo Moga, que fue, en su blog, uno de los primeros que escribió sobre La adivinanza del agua, la «busca de un arquetipo que explique la realidad —la realidad que se ha sido y la que todavía se es—, vinculado a un líquido primordial —la sangre, el semen, el agua de la que proviene la vida—, despierta rememoraciones y preguntas, que se engarzan en pasajes enumerativos, que pueden identificarse, a veces, como poemas sucesivos, como fragmentos autónomos de un único torrente poético. El trabajo del recuerdo suscita, también, la melancolía, que impregna toda La adivinanza del agua, y asociaciones clásicas, como la del río de la vida». Yo creo también que todo es una metáfora de la escritura como memoria, que fluye y corre como el agua, que cae en la página en blanco como las gotas se posan, a veces suaves, otras veces con fuerza tormentosa, para mojarla, para llenarla, para modificar su naturaleza virgen y yerma. Como la potencia germinal del agua sobre la tierra, así la de la palabra sobre el blanco de la página. Y el texto sugiere igualmente las trampas de la memoria, porque todo se tambalea cuando se intenta recordar o reconstruir un hecho pasado. Sin embargo, el relato o poema en prosa de Alcaíns es extraordinariamente sólido en su evocación, en su viaje a un pretérito que es como un sueño infantil, el de la imagen de ese niño pequeño y contento que cruza la calle en una mañana de verano «en un pueblo de algún país antiguo» (pág. 50). Para mí, es la imagen que mejor se acomoda a la del escritor y dibujante que ha puesto el punto final a un libro memorable y magnífico con la frase «Cada dos o tres pasos da un saltito de pájaro» (pág. 50) —el que da el artista satisfecho— y con una viñeta en la que varias gotas se sostienen sobre unos cables o alambres que parecen detalle del pentagrama de la vida —la que celebra el lector cumplido tras lectura tan grata.
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