Llevaba allí más de quince minutos sin que nadie apareciese por la barra de la cafetería de un hotel a las afueras de una ciudad cualquiera. Entretenía la espera leyendo los periódicos; pero, recién llegado, me apetecía tomar una cerveza y me inquietaba cada vez más por aquel vacío. Sonó un teléfono que había sobre el mostrador, no muy alejado de la mesa que yo ocupaba; y por fin apareció un camarero para atender lo que supuse era una reserva para el restaurante. —¿Para cuántas personas? —Sí; pero tendría que confirmárselo más tarde. ¿Le importaría darme un número de contacto? —649… Escuché perfectamente desde donde estaba sentado cómo repetía el camarero las seis cifras que quedaban hasta completar el número de mi teléfono. No me lo podía creer. Intenté avisarle con un gesto; pero colgó y se marchó sin darme tiempo siquiera a pedirle que me atendiese, para decirle que quería tomar algo. No podía creerlo. Me levanté y me asomé a una zona llena de mesas que parecía antesala de un salón más grande que se atisbaba al fondo y que debería ser el comedor principal. No había nadie. Me hice notar; pero nadie respondió. Acudí a la recepción para preguntar si podían atender en la cafetería, que llevaba allí más de veinte minutos y que quiero que me sirvan algo. Una mujer joven me dijo que le parecía extraño, que deberían estar por ahí «los compañeros», que no me preocupase, que ella ahora aviso. Volví a la cafetería y esperé el rato suficiente hasta saber que allí no había servicio alguno que yo quiero reclamar. Volví al mostrador de recepción y no había nadie. Me quedé mirando al llamador con timbre que había a la derecha de la encimera de falso mármol y sonreí triste. Esperé durante unos minutos y nadie apareció. Pulsé el llamador con la palma de mi mano como si aplastase un insecto y salí de allí sin esperanza alguna. A ochocientos metros del hotel había una gasolinera con una tienda express en la que compré unas latas frías de cerveza y un sándwich envasado que me vendrán muy bien. En recepción no había nadie; lo único que me pareció percibir fue el eco de mi timbrazo cuando salí. En la habitación, ya en el ordenador, me puse a preparar las últimas notas de la charla del día siguiente y, en ese momento, —serían las nueve de la noche—, sonó el teléfono móvil. —Disculpe la tardanza, tiene usted la mesa reservada para dos personas. Terminé la primera lata de cerveza, me puse los zapatos y he bajado al comedor.
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