martes, noviembre 19, 2019

Penidéntitas


Invadido por un mercado medieval que atrae a tanta gente, sin saber yo por qué, me refugié la noche del sábado en la sala Maltravieso, que fue una isla apacible, un oasis en el que encontré un paréntesis reparador: Penidéntitas, de Rubén Lanchazo. No fue ninguna novedad, pues se dio en La Nave del Duende, en el Casar de Cáceres, hace bastantes meses, a comienzos de este año. Pero yo no lo había visto y me pareció un trabajo muy solvente. Una pieza de un actor —qué frecuente desde hace años viene siendo este formato que es tan transportable, tan adaptable a los espacios, tan económico, tan cercano para el público…— que es texto y, sobre todo, gesto. Bien. No sé si pasa a todo el mundo; pero a mí, cuando estoy en una sala a oscuras, en compañía de otros y con la mirada puesta en el centro de una escena iluminada en la que un actor se desenvuelve, tengo que discernir entre el texto, el concepto o el mensaje que se me trasmiten, y el propio hecho de estar delante de un individuo que habla, se expresa, se muestra, gesticula o finge llorar. Penidéntitas tiene una escenografía y un fondo religiosos —identificables con una creencia cristiana—; pero realmente es una excusa para hablar de cómo somos, de nuestras limitaciones, de nuestra desprotección en este mundo. Me fascina esta manera de componer, con luces, sonido, gestualidad, vestuario, una elemental materialidad escenográfica y la palabra, esta expresión teatral que tanto dice. La idea se apoya textualmente en el propio creador de todo, en Rubén Lanchazo —a quien conozco gracias a Isidro Timón—, en la escritora Daniela Camacho, en Antonin Artaud y Jacques Lacan, y en varios pasajes de la Biblia (Corintios 6: 9-10 e Isaías 3:16). Qué nutritivo es ampliar apuntes en casa después de haber visto una acción escénica como Penidéntitas. 

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