Quitar el polvo a unos libros puede significar que hacía mucho tiempo que no los consultaba, que alguien no hizo su trabajo o que he tenido obras en casa. Sí, sí y sí. Reorganizo a intervalos como pequeños sorbos la biblioteca que ocupa ya todas las dependencias de la casa, salvo el baño y la cocina —aunque en esta tengo una alacena con una uña de volúmenes con recetas. Estoy reencontrándome con viejos ejemplares conocidos que significaron mucho en un momento de mi vida, y que ahora me aportan gustosos renuevos después de la poda de los años. Recoloco algunos lotes que han pasado mucho tiempo sin un lugar preeminente. Ha sido esta mañana el caso de Cervantes, que ahora está en lugar aparte, fuera de sus siglos y lejos de su letra, que antes era la que estaba al ladito de autores como Barahona de Soto o Gabriel Bocángel. Me lo he llevado al altar que merece. Y me ha pasado que estos libros de dentro con los que vivo me han pedido que busque fuera otros que me han recomendado. Una recomendación profesional, que me servirá para mis clases, me ha llevado —ya sin el trapo del polvo— a una librería en la que no he podido comprar todo lo que buscaba —aquí en Cáceres pasa casi siempre, y, eso sí, siempre te lo piden, como cuando tú mismo lo haces en internet—; pero sí he podido hablar de libros con los presentes, y con la prensa de un sábado en la que muchos recomiendan lecturas —como hoy Luis Gómez Canseco en Babelia la de Historia del alma (Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2018), de Guillermo Serés— que ya leeré porque sigo limpiando el polvo a mis libros que continúo reubicando como el que pone orden, con la torpeza del que no sabe, en los últimos dieciocho años de su vida.
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