© Fotografía de Demetrio Fernández Vaquero
Hay veces que la noche enmarca sucesos que por la mañana tienen la misma precariedad que un sueño mal recordado. Eran las seis cuando me desperté a causa de las voces y el llanto de una mujer que llegaban desde la calle, desde alguna vivienda con los balcones abiertos, como los míos en estas noches del veranillo de mi santo. Al poco, todo parecía muy alarmante, y la presunción de que aquello estaba provocado por algún infame nos puso en alerta a unos cuantos vecinos desvelados. Llamar a la policía. Lloraba desconsoladamente, y gritaba; pero no decía un nombre y yo sería incapaz ahora de reproducir alguna frase de su expresión extrema en el silencio de la noche de un sábado en una calle estrecha. Poco a poco se serenó todo y tan solo un aislado gimoteo se hizo audible. Y me quedé dormido. A las siete volví a despertarme y reconocí la misma voz. A esa hora —me alegré— eran jadeos y gemidos cadenciosos sin reparo alguno de perturbar el sueño de la vecindad. Qué maravilla entonces, qué ganas de poner la parte más conocida de la obertura de la Caballería ligera de Suppé, para que toda la calle la escuchase. Desde mi cama, alegre y agradecido, no habría podido saber si aquello era fingido o la entrega tras una reconciliación. Me quedé con lo último, cómo no. Si ella disfrutaba, sus vecinos también. Ella, la protagonista de una tragedia y, por fortuna, de un vodevil, seguía viviendo la vida, como yo, que continué tumbado, con las manos sobre el pecho, sin tiempo para excitarme, con media sonrisa, diciéndome, casi dormido: —«Ya escampó».
Miguel Ángel, ¿es que ahora vives en Tenerías?
ResponderEliminarEra por despistar, Juanjo. Simplemente, una ilustración con una calle de Cáceres.
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