Este jueves estuvo en mi despacho Birilo, que es como responde y firma sus textos Juanjo Cuello González, un oliventino —del 1º de mayo de 1988— licenciado en Filosofía por la Universidad de Salamanca que conocí en la primavera de 2016 por mediación de Paco Lobo. En aquel tiempo, quería enseñarme sus escritos; y el jueves vino a charlar sobre su primera novela publicada, que yo leí en dos versiones, la que recibí en noviembre de ese año y la que me envió en noviembre del pasado —de noviembre a noviembre. Es esta, claro, la que cimenta la princeps —una de esas ediciones primerizas y manifiestamente mejorables— de La vida amputada (Badajoz, Ediciones Cucaracha-Andergrão Olivença, 2018), con poco más de dos meses en la calle. Poco hablamos del texto y sí de literatura o de cómo se vive la escritura. Le dije que tengo ganas de releer La vida amputada y de escribir algo aquí sobre ella; sin embargo, ayer mismo, después de tan agradable conversación, pensé en no dejar pasar más tiempo sin difundir su pasión por lo que hace y sin vocear la publicación de esta opera prima que se presentará el próximo jueves 26 de julio en Badajoz, a las diez de la noche, en el café-bar Zapatería, 13, cerca de la Plaza Alta. Birilo tiene dosis suficientes de humildad como para no darse más importancia que la que le lleva a confesar que se sintió bien presentando su libro el pasado 28 de junio en Olivenza ante unas setenta personas, y que vendió más de una veintena de ejemplares. Se despidió de mí con la idea de volver a Montevideo —allí vivió durante dos años y Onetti salió varias veces en nuestra conversación—, que es la primera frase de la parte tercera y última de su novela. Este Birilo es un personaje, que sigue fluctuando al escribirme entre el tú y el usted en el mismo párrafo de sus cartas. Este Birilo vive entre la coruñesa Noia, donde trabaja a veces de albañil y pintor, y Olivenza, que es la sede de su colectivo cultural «Andengrão Olivença» y de su sello editorial independiente «Ediciones Cucaracha». Este Birilo es el que escribe esto en la tercera parte de su novela: «El único que creía en mi proyecto de editorial era un profesor jubilado que había currado en la Facultad de Filosofía de Cáceres, impartiendo crítica literaria y comparada. Por alguna razón secreta nos habíamos hecho amigos, y la verdad es que seguía tomando la literatura en serio, y eso, a [la] larga, siempre es agradable. Le pasé el manuscrito de Vardiero sin contarle nada, sin decirle nada de su autor. El escritor siempre tiene que aparecer ausente; si lo conoces te puede parecer un idiota; un escritor escribe. Pero también vive y hace el gilipollas como otro cualquiera. | A la semana quedé con él para tomar café. El profesor Lama me dijo que no estaba mal, pero que existían cosas que no había entendido. No entendía, por ejemplo, la opción de los dos epílogos. Yo le dije que tampoco y la única manera de saberlo era preguntárselo. Como no comprendió a qué me refería, le conté toda la historia de Vardiero y de Caroline. Le conté cómo saqué dos copias del manuscrito robado. Y también, que pensaba publicarlo. A Lama no le pareció mala idea y entre ambos decidimos un título: Siempre recordaré a ese gato.» (pág. 109). Curiosa manera de leerse en un libro.
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