No sé, la verdad, de dónde ha salido este texto. Sonaba una música que venía de «Alma de león», ese programa de Radio 3 que tengo asociado a aquellos mis viajes los domingos de vuelta de Zafra después de haber estado con mi madre. Recuerdo que recibía las luces de Cáceres siempre con música jamaicana o ritmo de reggae, a las once y cuarto de la noche, más o menos. El texto lo había titulado «Una recomendación», que, a estas alturas, no es ya el definitivo para esta entrada del blog. Decía que, por favor, no te creas mejor que nadie. Ni siquiera mejor que ese tipo al que hace nada pusiste a caldo —tú no dices nada malo en público contra caldo alguno— por despreciable, por haber ridiculizado ante todo el mundo a una chica indefensa. Así que, te aviso, no creas que tú eres mejor que otros. Y hay, además, otro texto que ahora rescato: me gustaría vivir siempre en un lado amable de la vida. Haber escrito «siempre» me hace más tonto que cándido, más iluso que bobo, más sin sustancia, más estúpido. Además, he habitado durante más tiempo en los barrios iluminados de la dicha que en los andurriales de la tristeza, sombríos como ellos solos. A nadie puedo dar lecciones de haber sufrido. Y me alegro, claro, de esa ineptitud que a veces ha sido tan altiva que me ha hecho creer que mi experiencia pudiera servir a otros. A los hijos, por esa supremacía que te otorga la naturaleza; o a un amigo que lo ha pasado mal, por no sé qué ínfulas. En el mismo escenario —la cocina— en el que leo ficción —esas novelas a las que no logro hacer sitio entre todo lo que quiero leer— me salta a la cara insostenible la realidad de «Un hombre denunciado seis veces por maltratar a dos mujeres mata a su actual pareja» y «Encarcelado un profesor que abusó durante tres años de una menor», en la misma página del periódico que sigo recogiendo todas las mañanas del kiosco del barrio y del que no sé cómo quitarme. Me pasa con todo. Y no me quito. Me gustaría vivir siempre en un lado amable de la vida. Y no me quejo. Que conste.
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