domingo, julio 02, 2017

La Judía de Toledo

En el mismo escenario de anoche —la Plaza de San Jorge recuperada por fin para el Festival de Teatro Clásico de Cáceres— vi hace veintiséis años —era la segunda edición del Festival— la Raquel de García de la Huerta en una versión de Jorge Márquez —ya me vale, que no he terminado de leer su singular novela Trienios. Diario y bestiario de un funcionario (De la luna libros, 2016). Ayer asistimos a un precedente de aquella Raquel —una de las mejores tragedias del siglo XVIII—, la pieza de Lope de Vega Las paces de los Reyes y Judía de Toledo, versionada y dirigida por Laila Ripoll y puesta en escena por la Compañía Nacional de Teatro Clásico en coproducción con Micomicón Teatro. Echo mano de mi poca experiencia como espectador y enlazo un texto con otro por la nutrida tradición de la historia de los amores del rey Alfonso VIII y la judía Raquel, que no solo ha dado obras teatrales, sino poemas y novelas. Por eso, recurrir al inicio del montaje de ayer al recurrido No-Do con imágenes de Francisco Franco como representación del poder me pareció, cuando menos, superficialmente cándido. Ahora lo veo: qué bueno habría sido mostrar aquel gesto sin precedentes: «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir» del Rey Emérito Juan Carlos I que mientras pedía disculpas aseguraba estar deseando volver a trabajar. Habría venido al pelo en una obra en la que se trata de la dejación del poder de un monarca por un amorío. Lo peor es que en la obra de Lope de Vega al amorío se le asesina y el rey se arrepiente y queda exento. (Cosas literarias, nada que ver con la realidad). Y lo peor es que la interpretación del texto de Las paces de los Reyes y Judía de Toledo ha sido un desastre. Hacía tiempo que no veía tan pocos atractivos en un montaje teatral. El más imponente atractivo fue el marco escénico, que lo puso Cáceres con su plaza de San Jorge, y luego, en este orden, el envolvente sonido de los pocos recursos musicales de la obra. Sin embargo, para la palabra de los actores fue todo rácano, hasta el final —quizá hubo algún problema técnico—, cuando al público nos llegó con nitidez todo lo dicho. Pero todo lo dicho por los actores fue como si fuese un ensayo general y poco serio, sin desbastar, con una dicción monótona, rígida, de malos intérpretes sin entusiasmo, nada natural, y como si estuviesen delante de un público —lo saben— nada exigente. Eso sí, me alegra que ese público tan poco exigente manifestase con sus aplausos tibieza tanta. Eso me pareció. Y me pareció así porque lo que vimos ayer no tuvo la calidad que merece una compañía con tanto nombre como la CNTC y su partícipe Micomicón. Sin duda, como era lógico, prescindieron del primer acto de la obra de Lope, y todo se centró en Alfonso VIII y su conflicto entre deber y deseo, resuelto sin sustancia —también en el texto de partida—; pero casi nada funcionó, ni el ritmo ni la convicción de los actores. La del público, lo dicho. El poco entusiasmo —estimo— de sus aplausos despidió a la Plaza de San Jorge hasta nueva cita, un día antes de la despedida, hoy, con La Celestina de  Atalaya, que me pierdo. Lástima por lo uno y por lo otro.

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