«Muy señor mío: Por estos días hace año y medio que empecé a intimar con usted a través de un libro suyo, Juan sin Tierra, lo cual me ha servido para penetrar, o por lo menos intentarlo, en los renglones de su ajetreada vida. Dice Ortega que pensar es buscarle tres pies al gato; usted, por fortuna, busca los tres pies, las dos cabezas e incluso los cinco rabos del dichoso félido. Gracias a usted, un servidor, aquí escribiente, ha podido no comprenderle en una primera lectura —agitadísima— y en una segunda cazar ráfagas de su prosa ardiente y fresca, incisiva y pulcra. Cuántas noches he soñado oír el ringorrando de su pluma sobre folios afortunados por verse escritos, manchados de su tinta. Cuántas otras he imaginado cabalgar sobre las palabras en una interminable llanura de textos suyos. Yo no sé si tomarle por un loco, o un arúspice, o un druida, o un amanuense a sueldo. Yo ya no sé nada; sea usted lo que quiera y déjeme —con perdón— ser admirador suyo. Y es que cuando usted escribe: «según los gurús indostánicos, en la fase superior de la meditación, el cuerpo humano, purgado de apetitos y anhelos, se abandona con deleite a una existencia etérea, horra de pasiones y achaques, atenta sólo al manso discurrir de un tiempo sin fronteras, alado y leve como esas avecillas vagabundas aparentemente sujetas a la suave y melodiosa inspiración de una invisible brisa,... » a mí se me retuerce el duodeno en el píloro y las costillas me claquetean como si de frío se tratase. O cuando usted nos habla de ofrendas en cuclillas de «esas partes carirredondas, joviales», que nos recuerdan alegremente «a los mofletes rubicundos de Eolo» a mí se me aparecen su Virgen Blanca, su Ojo de Dios, su Redentor, su Divina Intercesora y me obligan a pensar que yo a usted mejor le comprendo en árabe —idioma que me domina porque no entiendo nada— que en castellano. Tengo que admitir que nunca había llegado a estar tan desmesuradamente extasiado leyendo las páginas de un libro, sobre todo, cuando sentía sobre mis asentaderas la curiosa frescura de la taza del water. A usted no le valen las preguntas de «un espectador irónico e incisivo», «un mozo imberbe», «una joven de pechos abultados», «un licenciado en filosofía» o «una celadora de una cofradía parroquial»; no, nada de eso, y menos mis líneas. Para usted, señor mío, lo único que vale es el idioma, que es su fortaleza, su confortable estudio y su vida placentera. En el fondo, es usted un curioso animal «libre» en esas reservas naturales en las que los bichos se pueden ver desde los coches siempre y cuando se tengan las ventanillas herméticamente cerradas. Siga, siga usted, por favor: «...el inalienable pero denegado por años, lustros, centurias, derecho a la palabra, en la negra soledad de la mazmorra o potro de tortura...». Ya lo dijo François Villon: «Toda bestia salva el pellejo». Le saluda, Miguel Á. Lama.» [Este texto lo escribí como un ejercicio de clase hace treinta y cinco años. Me lo corrigió el profesor César Nicolás, que escribió ese comentario que aparece manuscrito en el folio que entregué mecanoscrito por ambas caras. Vaya en homenaje a Juan Goytisolo y —sin pudor— a un tiempo que pasó y del que hay efusiones que siguen vigentes.]
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