Lo de siempre. Conversación de café con dos profesores de literatura. Una alusión —solo esa— a que el Tenorio que vi anoche en el XXVIII Festival de Teatro Clásico de Cáceres vistió a los actores como en el tiempo de Zorrilla y no como a la mitad del siglo XVI, últimos años del Emperador Carlos V, y ardió la Troya de la ortodoxia. «Eso no es lo que escribió el autor». Y vuelta la burra al trigo. Y, además, Zorrilla no es un clásico del Siglo de Oro. ¡Ay, y yo que todavía creo que nos podemos poner de acuerdo para reformar la Constitución! Lo cierto es que el trabajo que Amarillo Producciones, bajo la dirección de Pedro A. Penco, mostró ayer en el escenario de la Plaza de Las Veletas de Cáceres fue sobresaliente, con un elenco de actores experimentados y —aparte desigualdades en la cantidad de texto entre principales y secundarios— muy homogéneos en capacidad interpretativa, en buen hacer. Guillermo Serrano, Fermín Núñez, Memé Tabares, Rafael Núñez —excelente Comendador—, Ana Batuecas, Francis Lucas, Elena de Miguel, Carlos Castillejo, Gema González. Estuvo bien dicho todo y bien puesta en escena una obra archiconocida —inevitable entre el público el parafraseo de algunos versos sabidos— sobre la que se avisó que duraba una hora y media en su primera parte y, tras una pausa de diez minutos, cuarenta más. Alguno resopló, se hizo tarde para un miércoles por la noche; pero no se hizo larga —al menos para un servidor. Ni siquiera para una pequeña niñita rubia de muy pocos años que miraba embelesada sobre las piernas de su abuelo —lo que yo diga— lo que allí acontecía. Admirable. Haría falta tener el texto delante para percibir los matices de la versión de Miguel Murillo; pero, en líneas generales, aquello era lo que escribió Zorrilla con destreza tan extraordinaria, incluyendo los ovillejos de la escena XI del acto II de la primera parte cuando Don Juan habla con Lucía, la criada de Doña Ana de Pantoja («Quiero ver a tu señora»). Así que otra buena muestra del saber leer de Miguel Murillo. Mi vecina de asiento —que fue vecina vecina en tiempos— con cándida ignorancia, me preguntó si el árbol de la escenografía era de verdad, que estaba en la plaza «de siempre». Estas cosas solo pasan en el teatro. Me dieron ganas de continuar —después de borrarle la duda— y hablarle de que los escasos recursos escénicos, bien dispuestos, daban muy buenos resultados para representar un mesón, una calle, un convento o un panteón, y que a lo largo de toda la obra iba a ser así de sobresaliente. Dos incidentes notorios anoche en el Juan Tenorio. Un foco que reventó con sobresalto de actores y público, bien llevado por todos; y una señora desvanecida al final de la primera parte («Llamé al cielo y no me oyó / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo y no yo»), asistida por su marido y una vecina de asiento que desde arriba la abanicaba, otro espectador dispuesto y allí que no pasó nada. Y como Ana Ozores en La Regenta, no aguantó la segunda parte.
jueves, junio 22, 2017
domingo, junio 18, 2017
Un libro «escojido»
El otro día nos hablaba Andrés Trapiello en Badajoz en una comida privada de algo de lo que habló en su conferencia pública —«La galería de retratos de la Hispanic Society of America»— en el Museo Nacional de El Prado el pasado 24 de mayo. Citó y mostró en pantalla una «joya» —así la denominó— como la edición de las Poesías escojidas (1899-1917), de Juan Ramón Jiménez, que la Hispanic Society of America publicó en una tirada de seiscientos ejemplares firmados por el autor y no destinados a la venta. Se cumplen ahora cien años de aquello. 1917. Igual que de la edición de Calleja del Diario de un poeta recién casado. Nos contó Trapiello —y lo cuenta a partir del minuto 18:32 de la conferencia— que aquel libro sufragado por Huntington fue un modelo de costosa y preciada edición, al cuidado de un Juan Ramón que lo dedicó en letra impresa a su mecenas, que se enojó por aquello, pues —le escribió Archer M. Huntington— «atenta contra el buen gusto y la buena educación». Y Juan Ramón Jiménez no se resistió a responderle: «he cumplido con mi deber y mi delicadeza». Lo cierto es que ese libro lo he tenido en mis manos esta mañana, gracias a José Luis Rozas Bravo, con quien he estado —con su madre, Tina, y su hermano Agustín— para hablar de un proyecto, que ojalá salga adelante, de textos inéditos —Conversaciones y semblanzas de hispanistas (Diario)— de su padre, Juan Manuel Rozas, que se hizo con un ejemplar de esas Poesías escojidas de Juan Ramón —la primera vez que en letras de molde se muestra la grafía del autor— dedicado por él a Eduardo Marquina. Una joya. Cuando yo llegué a Cáceres para estudiar Filología, la Delegación Provincial del Ministerio de Cultura que dirigía Teófilo González Porras, sostuvo un simposio sobre Juan Ramón Jiménez y una exposición bibliográfica —abril de 1981— en cuyo catálogo —nutrido por los fondos de la biblioteca en la que esta mañana he vuelto a estar acogido— figuraba este ejemplar con el número 19: Poesías escojidas (1899-1917) de Juan Ramón Jiménez. New York, 1917 (con un retrato del autor por Sorolla grabado en metal. Tirada de 600 ejemplares no venales. Con dedicatoria autógrafa a Eduardo Marquina). 350 págs. (Tela editorial). Una joya.
martes, junio 13, 2017
Goytisolo
Lo que ayer publicaba en La Marea el gran fotógrafo Gervasio Sánchez sobre Juan Goytisolo es verdad: «Juan me demostró su generosidad con creces. Era muy celoso de su intimidad y no le gustaba que se supiera las gestiones que solía hacer en privado para ayudar a tal o cual persona». Ya no está, y no se va a molestar por que yo ahora publique esta muestra documental de esa generosidad a la que aludía su amigo y admirador Gervasio Sánchez. Fue en Cáceres, el lunes cinco de septiembre de 2005, cuando vino a recoger el Premio Extremadura a la Creación con el que le reconoció la Junta de Extremadura. Habíamos viajado a Zafra en mi coche. A la vuelta, como si yo fuese un alumno aventajado, respetado; pero probablemente ignorante, me dejó en el reverso de una hoja de esas libretillas de los hoteles —Sol Meliá de aquel entonces— este apunte al que he quitado las direcciones y los números de teléfono que Juan Goytisolo se preocupó de anotar para que no tuviese ninguna dificultad, no solo de localizar las obras de sus amigos, sino de contactar con ellos si hiciese falta: Antonio Pérez Ramos, José María Pérez Álvarez, Javier Pastor, José María Ridao y Juan Francisco Ferré. Las novelas recomendadas: El Paraíso Perdido (Seix Barral, 2001), Nembrot (DVD Ediciones, 2002), Fragmenta (Editorial Lumen, 1999), El mundo a media voz (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2001) y La fiesta del asno (DVD Ediciones, 2005). Tengo todos esos títulos en mi biblioteca, leí todas esas obras y, en su mayoría, por la sencilla razón de que un escritor tan reconocido como Juan Goytisolo, con toda su obra narrativa principal ya publicada, se había demorado en hacer esa lista antes de bajar a la cafetería del hotel después de la siesta, para entregársela a un profesor y lector potencial de sus amigos escritores, de los que habíamos hablado la noche anterior cenando en El Figón. Semanas después, sería el presentador de una mesa redonda sobre nuevos narradores en el Instituto Cervantes de París, y en la que participaron casi todos ellos. Tiene razón Gervasio Sánchez en lo de la generosidad.
lunes, junio 12, 2017
Casa tomada
Tengo una idea personal de la vida literaria, que, como concepto, carece de connotaciones peyorativas. No es la pose, el vacuo intelectualismo, el escaparate o el negocio. La vida literaria, mi vida literaria, es otra cosa. Es una manera de sentir que tu cotidianidad está impregnada de literatura, desde un aroma a una tarea doméstica. No digamos un rincón lleno de libros o la lectura en un parque. Hoy, por ejemplo, mientras disponía la mesa para comer, he visto en un antiguo número de Clarín —de 2014, por estas fechas—, la revista de José Luis García Martín, un texto de Eduardo Jordá sobre «Casa tomada», de Julio Cortázar. Sin dejar de trajinar en la cocina, he leído lo escrito por Jordá, con el ejemplar en una mano, a veces, por trozos, en voz alta, por afianzar la sugerencia nítida que he sentido: el mismísimo Eduardo Jordá estaba sentado allí contándome que a él le parece que «Casa tomada» no es un cuento fantástico, que el propio Cortázar dijo a Omar Prego en una entrevista publicada en 1985 que surgió de una pesadilla, y que es posible que dijera la verdad; pero que no deberíamos fiarnos. Dice Jordá que puede que Cortázar soñase el chispazo inicial de ese cuento, pero lo que le salió luego no fue un relato onírico ni un relato fantástico, que lo que le salió fue otra cosa. Y ahí me ha tenido el escritor recordándome lo que yo ya sabía, que es uno de los relatos del argentino que más interpretaciones y más distintas ha suscitado, desde que es una alegoría del peronismo o de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, hasta que los intrusos que echan a los dos hermanos representan a los lectores. Y he notado una ironía molesta en las palabras de Jordá, que insiste en que «Casa tomada» no es un relato sobre una relación incestuosa ni sobre unos fantasmas que invaden una casa, «sino un relato sobre el peso insoportable que adquiere el pasado —y la soledad y el vacío y la vacuidad vital que se han ido acumulando a lo largo de ese pasado— en el alma de dos pobres hermanos que comparten una casa». Un relato sobre la soledad. Y sobre el miedo. Y cuando ha hablado de esto Jordá he sentido un escalofrío parecido al escalofrío que sentí cuando leí el cuento por primera vez. Ha sido cuando Jordá me ha recordado el que él dice que es el único momento en que el relato entra en el terreno de lo fantástico; cuando el hermano oye un ruido, «un sonido impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación», cierra la puerta con llave y le dice a su hermana: «Han tomado la parte del fondo». A esto me refiero con mi vida literaria, que hay veces, y son frecuentes, que el espacio en el que respiro está tomado por lecturas, por hechos de literatura, por sonidos o por personas inteligentes y viajadas como Eduardo Jordá que se sientan ahí —no es la primera vez— para contarme cosas y para que yo me ilustre.
viernes, junio 09, 2017
Suroeste, 7
«Así es que aquí, si no se sabe nada o casi nada de Portugal, es, ante todo, porque se sabe poco de cualquier parte». Con estas palabras de Leopoldo Alas «Clarín», que escribió varios artículos para defender unas relaciones culturales entre Portugal y España que afianzasen una sola nación intercontinental —y con una de las más difundidas imágenes del autor de La Regenta—, se ilustra la cuarta de cubierta del último número —van siete— de Suroeste. Revista de literaturas ibéricas, que dirige desde Badajoz Antonio Sáez Delgado y editan la Junta de Extremadura y la Fundación Godofredo Ortega Muñoz. Los encartes de este número son de los artistas Firehn Hate y de Maite Cajaraville y Gisle Frøysland. Me ha interesado mucho lo que escribe sobre José Antonio Gabriel y Galán Álex Chico, autor de ese ensayo ficción titulado Un hombre espera (2015), que se acompaña en esa sección dedicada al ensayo por Sara Afonso Ferreira, que escribe sobre la colaboración entre Almada Negreiros y Ramón Gómez de la Serna, y Ana Luísa Vilela, que lo hace sobre la novelista Teolinda Gersão con motivo de la entrega en Évora del Prémio Vergilio Ferreira 2017. Bien pobladas de buenos poetas están las páginas de la sección «Poesía» (Marta Agudo, Ana Luísa Amaral, Verónica Aranda, Patrícia Baltazar, Marica Campo, António Carlos Cortez, Juan Kruz Igerabide, Santos Domínguez, Margarida Vale de Gato, Abraham Gragera, Pau Joan Hernández, Miguel Hubert Lépicouché, César Iglesias, Martín López-Vega, Mario Lourtau, Jordi Mas, Luís Filipe Castro Mendes, Eduardo Moga, Nuno Moura, Pablo Javier Pérez López, Josep M. Roquer y Javier Pérez Walias). Diez colaboraciones son las que nutren «Narrativa», siete en portugués (António Barata, Eduardo Brito, Nuno Corvacho, valter hugo mãe, Fernando Cabral Martins, Miguel Filipe Mochila y Abel Neves), en español la de Mercedes Cebrián («Comercio exterior»), en gallego la de Antón García («Hecatombe») y en catalán la de Jordi Puntí («Ronyó»). Revista de literaturas ibéricas. Un buen ejemplo de convivencia cultural. De inclusión, no de exclusión. Confluencia de identidades, como las que se sugirieron en el número de la revista Turia (Letras de España y Portugal), que reseña Eloísa Álvarez en el «Escaparate de libros» en donde volvemos a colaborar algunos de los habituales, como María Jesús Fernández; pero también Antonio Rivero Machina, Antonio Jiménez Morato o el ya citado Miguel Filipe Mochila. Esto no es una reseña; es una nómina. Pero sea.
miércoles, junio 07, 2017
Lectura de Claudio Rodríguez
«LO QUE NO ES SUEÑO»
Déjame que te hable en esta hora
de dolor, con alegres
palabras. Ya se sabe
que el escorpión, la sanguijuela, el piojo,
curan a veces. Pero tú oye, déjame
decirte que, a pesar
de tanta vida deplorable, sí,
a pesar y aun ahora
que estamos en derrota, nunca en doma,
el dolor es la nube,
la alegría, el espacio;
el dolor es el huésped,
la alegría, la casa.
Que el dolor es la miel,
símbolo de la muerte, y la alegría
es agria, seca, nueva,
lo único que tiene
verdadero sentido.
Déjame que, con vieja
sabiduría, diga:
a pesar, a pesar
de todos los pesares
y aunque sea muy dolorosa, y aunque
sea a veces inmunda, siempre, siempre
la más honda verdad es la alegría.
La que de un río turbio
hace aguas limpias,
la que hace que te diga
estas palabras tan indignas ahora,
la que nos llega como
llega la noche y llega la mañana,
como llega a la orilla
la ola:
irremediablemente.
De Alianza y condena (1965)
lunes, junio 05, 2017
Carta abierta a Juan Goytisolo (1982)
«Muy señor mío: Por estos días hace año y medio que empecé a intimar con usted a través de un libro suyo, Juan sin Tierra, lo cual me ha servido para penetrar, o por lo menos intentarlo, en los renglones de su ajetreada vida. Dice Ortega que pensar es buscarle tres pies al gato; usted, por fortuna, busca los tres pies, las dos cabezas e incluso los cinco rabos del dichoso félido. Gracias a usted, un servidor, aquí escribiente, ha podido no comprenderle en una primera lectura —agitadísima— y en una segunda cazar ráfagas de su prosa ardiente y fresca, incisiva y pulcra. Cuántas noches he soñado oír el ringorrando de su pluma sobre folios afortunados por verse escritos, manchados de su tinta. Cuántas otras he imaginado cabalgar sobre las palabras en una interminable llanura de textos suyos. Yo no sé si tomarle por un loco, o un arúspice, o un druida, o un amanuense a sueldo. Yo ya no sé nada; sea usted lo que quiera y déjeme —con perdón— ser admirador suyo. Y es que cuando usted escribe: «según los gurús indostánicos, en la fase superior de la meditación, el cuerpo humano, purgado de apetitos y anhelos, se abandona con deleite a una existencia etérea, horra de pasiones y achaques, atenta sólo al manso discurrir de un tiempo sin fronteras, alado y leve como esas avecillas vagabundas aparentemente sujetas a la suave y melodiosa inspiración de una invisible brisa,... » a mí se me retuerce el duodeno en el píloro y las costillas me claquetean como si de frío se tratase. O cuando usted nos habla de ofrendas en cuclillas de «esas partes carirredondas, joviales», que nos recuerdan alegremente «a los mofletes rubicundos de Eolo» a mí se me aparecen su Virgen Blanca, su Ojo de Dios, su Redentor, su Divina Intercesora y me obligan a pensar que yo a usted mejor le comprendo en árabe —idioma que me domina porque no entiendo nada— que en castellano. Tengo que admitir que nunca había llegado a estar tan desmesuradamente extasiado leyendo las páginas de un libro, sobre todo, cuando sentía sobre mis asentaderas la curiosa frescura de la taza del water. A usted no le valen las preguntas de «un espectador irónico e incisivo», «un mozo imberbe», «una joven de pechos abultados», «un licenciado en filosofía» o «una celadora de una cofradía parroquial»; no, nada de eso, y menos mis líneas. Para usted, señor mío, lo único que vale es el idioma, que es su fortaleza, su confortable estudio y su vida placentera. En el fondo, es usted un curioso animal «libre» en esas reservas naturales en las que los bichos se pueden ver desde los coches siempre y cuando se tengan las ventanillas herméticamente cerradas. Siga, siga usted, por favor: «...el inalienable pero denegado por años, lustros, centurias, derecho a la palabra, en la negra soledad de la mazmorra o potro de tortura...». Ya lo dijo François Villon: «Toda bestia salva el pellejo». Le saluda, Miguel Á. Lama.» [Este texto lo escribí como un ejercicio de clase hace treinta y cinco años. Me lo corrigió el profesor César Nicolás, que escribió ese comentario que aparece manuscrito en el folio que entregué mecanoscrito por ambas caras. Vaya en homenaje a Juan Goytisolo y —sin pudor— a un tiempo que pasó y del que hay efusiones que siguen vigentes.]
domingo, junio 04, 2017
Juan Goytisolo (1931-2017)
©Fotografía de Bernardo Pérez
«Ha muerto Juan Goytisolo. Lo siento mucho, hermano» (4-6-2017. 14:39). He brindado desde casi mis primeros balbuceos de lector una singular veneración a Juan Goytisolo, con el que me recuerdo en la Biblioteca Pública de Zafra leyendo páginas difícilmente comprensibles y asimilables hace muchos años, de bachiller. Poco dado al fetichismo —por tímido—, solo he caído en la manía coleccionista y el deseo de estar con quien escribió lo que leo con dos autores vivos —no cuento a los amigos que se han hecho escritores y de los que de algunos guardo más papeles que los que ellos tienen—: Juan Goytisolo y Juan Marsé. Precisamente, dos autores tan coetáneos como antagónicos. Juan Goytisolo ya no es uno de los más grandes escritores vivos; pero su obra ya le ha llevado a la cumbre de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX y de las dos primeras décadas del siglo XXI, siglo en el que ha recibido sus principales reconocimientos en España. Vueltos de Madrid, en donde anoche nos salpicamos del entusiasmo blanco en el caudaloso río de la Castellana que gritaba hacia Cibeles contra el Barça y Cataluña, hemos querido seguir en la televisión pública española la noticia de la muerte de un escritor universal nacido catalán que ha escrito en castellano, y, sorprendentemente, solo hemos podido ver a la hora de comer treinta y tres segundos dedicados a Juan Goytisolo, frente a los casi tres minutos para la muerte de David Delfín —con declaraciones de un ministro incluidas—, y los diecisiete minutos ofrecidos a la victoria del Real Madrid. Y evidentemente, más tiempo que al atentado de Londres. No es reproche. Diecisiete minutos, tres minutos y treinta segundos. Es constatación del reflejo público de la trascendencia que cada cosa tiene en la educación de nuestra sociedad. Algo así como lo que dejó dicho Juan Goytisolo sobre la transición pendiente en asuntos de educación. Algo así. Por eso me alegro ahora de haber celebrado sus éxitos. Y me entristece la noticia de su muerte, que los amigos me han comunicado también como si fuese la de un pariente. Así me ha conmovido el pésame de mi hermano hace unas horas por la de un escritor querido que sabe que he leído. «Ha muerto Juan Goytisolo. Lo siento mucho, hermano». Parece ser que mañana lunes será enterrado en el cementerio civil de Larache en Marrakech.