sábado, agosto 20, 2016

Más que palabras (y II)


En mi gustosa relectura de los textos de este libro, y de los comentarios que ha suscitado, se ha asomado inevitable el recuerdo de El dardo en la palabra (1997) de Lázaro Carreter, un interesante testimonio del siglo pasado de otra manera de pulsar las palabras y de otro tipo de libro. Yo veo el de Álvarez de Miranda como el ejemplo de un nuevo tiempo en el que alejarse de la severidad no significa perder el rigor. El propio Lázaro habló de que sus dardos eran los de un «combate mensual contra la ignorancia y la necedad idiomática», algo que no suscribiría como principio de escritura de sus textos el académico Álvarez de Miranda, al que no me imagino calificando de «himalayesca memez» —Lázaro dixit— ninguno de los muchos solecismos que conocemos en la calle, la radio, los periódicos o los medios, en general. Si Lázaro Carreter nos daba a veces argumentos para defender con orgullo misoneísta la grandeza del idioma, en este nuevo siglo un discípulo avezado de los buenos gramáticos y, por ello, un maestro exquisito de esta lengua que hablamos, nos recuerda que «no era ni es para tanto» (pág. 18). La lectura de Más que palabras también me recuerda las veces que Pedro Álvarez de Miranda me bajó los humos puristas cuando yo manifesté alguna indignación por un mal uso de la lengua, y volvió a recordarme —como dice ahora en esta obra— que el hablante es un ser social, y que no valen numantinismos. Veánse algunas muestras de la actitud del catedrático de lengua española de la Universidad Autónoma de Madrid: «Las cosas de la lengua, por más que algunos se resistan a aceptarlo, son así» (pág. 226); «Puesto que estimo inconveniente alentar actitudes cismáticas, me abstengo de practicar la disidencia activa o de llamar a ella» (pág. 233); «Frente a la tópica percepción nostálgica de que el léxico se empobrece, forzoso es reconocer que, muy al contrario, el acervo léxico de una lengua se enriquece constantemente» (pág. 246). Me alegro por recordarlo ahora en la lectura que me ha acompañado este verano a un lugar tan significado como San Millán de la Cogolla. ¿Qué habría que responder con criterio al graciosillo que dice que si se dice médica o arquitecta habría que decir taxisto o electricisto? Todo el mundo emplea la expresión pasarlas moradas; ¿desde cuándo está documentada? ¿Tiene femenino verdugo? ¿Qué hacemos con los diptongos ortográficos? Las respuestas a estas preguntas las encuentra el lector en admirables y entretenidas instantáneas sobre aspectos de nuestra lengua. Sobre creaciones léxicas, sobre léxicos específicos, sobre lexicalizaciones, o, simplemente, sobre materias más excéntricas en relieves de erudición que son una gozada leer, como el que publicó en dos entregas de Rinconete en febrero de 2011, «Estugafotulés / estugofotulés, o El teléfono escacharrado», que tengo entre mis muchos artículos predilectos del libro, porque es un ejemplo rutilante de cómo se puede combinar la erudición en relieve con la amenidad a propósito de la transmisión filológica en las ediciones de nuestros clásicos. Más que palabras.

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