Este miércoles estuve en Zafra. Bajé a las cuatro y media y volví a casa a las diez y pico de la noche. Pasé unas horas con mi madre. Merendó unos bizcochos de soletilla mojados en el café que se le deshacían en la boca. Estaba lúcida y contenta; se reía cuando yo le advertía que ya se había tomado cuatro galletas y ella me respondía «—¿Y tú cuántas?». Yo un trocito —de verdad— de uno de los que se comió. Y comió más de cuatro. Y los dos tan contentos. Hablamos un poco y cada uno a su aire, como los amantes que llenan el tiempo que va de un beso a otro beso, de un abrazo a otro abrazo. Yo leí en los libros que llevé y mi madre pasaba las páginas de una de sus revistas con una naturalidad admirable, con una atención no imaginada semanas atrás. Y tanto. Se quedó observando la puerta barnizada de la alacena que tiene en el salón y advirtió que había unas pintas blancas que yo creo, mamá, que son restos de pintura de cuando se pintó esto. Me levanté, claro, busqué un trapo y lo llevé húmedo para limpiar mientras mi madre asentía. Las pintas desaparecieron. Al poco llamó Carmen. No llamó, no; me envió un mensaje al teléfono: «¿Estás escuchando El ojo crítico? Está Javier Rodríguez Marcos». Como a mi madre yo le pongo la tele para que se entretenga —una película infame que no nos gustaba a ninguno de los dos—, cambié al modo radio y pude escuchar el final de la entrevista con el autor de Vida secreta, que volvió a recordarnos que si la literatura puede tener efectos sanadores estos pueden estar en poemas como «Lo que no es sueño». Ya escribió que no sabemos si «es el mejor poema de Claudio Rodríguez, lo que sabemos es que Claudio Rodríguez es uno de los pocos poetas que han conseguido ser a la vez celebratorio y verosímil. Desde el hecho de cantar lo que se pierde (Machado) hasta el de considerar la literatura como una defensa contra las ofensas de la vida (Pavese), la mayoría de los poetas se han sentido siempre más cómodos en la elegía. Claudio Rodríguez es uno de los pocos que han conseguido cantar la vida sin pecar de optimismo ni resultar naïf.» El poema es este:
Déjame que te hable en esta hora
de dolor, con alegres
palabras. Ya se sabe
que el escorpión, la sanguijuela, el piojo,
curan a veces. Pero tú oye, déjame
decirte que, a pesar
de tanta vida deplorable, sí,
a pesar y aun ahora
que estamos en derrota, nunca en doma,
el dolor es la nube,
la alegría, el espacio;
el dolor es el huésped,
la alegría, la casa.
Que el dolor es la miel,
símbolo de la muerte, y la alegría
es agria, seca, nueva,
lo único que tiene
verdadero sentido.
Déjame que, con vieja
sabiduría, diga:
a pesar, a pesar
de todos los pesares
y aunque sea muy dolorosa, y aunque
sea a veces inmunda, siempre, siempre
la más honda verdad es la alegría.
La que de un río turbio
hace aguas limpias,
la que hace que te diga
estas palabras tan indignas ahora,
la que nos llega como
llega la noche y llega la mañana,
como llega a la orilla
la ola:
irremediablemente.
De Alianza y condena (1965)
Gracias, Miguel Ángel, por este regalo de artículo. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Juanjo, eres muy amable. Es fácil apoyarse en las palabras bien dichas de otros.
ResponderEliminarUn abrazo.
Estar «en derrota, nunca en doma», vale por toda una poética, incluso una estética en la que la dignidad siempre quedará a salvo. Hermosa, tierna y luminosa introducción para un gran poema.
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