No escupe en el suelo, no se toca los genitales en público, es educada, más inteligente que la mayoría de la gente que conozco. Su sensibilidad es objeto de envidia, como cierta exquisitez que gasta. No suele dar voces en las barras de los bares, que no frecuenta sola; aunque, si quiere ir, va, sin achantarse a pesar de las miradas. No habla de los hombres como si fuesen bestias que montar; que son los que acaban de mirarla al entrar y pedir un café, o un whisky con hielo. Es prudente al volante y en la vida. Por las mañanas irradia luz. Y huele bien, no es de las personas que no se duchan antes de ir a trabajar... (Parece mentira; pero hay demasiadas). En su efecto formal, y en todo, no es «la mujer del hombre lo más bueno», como quería Lope. Lejos —lo suplico— la que lo imita, en el fútbol y en la vida. A propósito de «El pésame», leí a Tomás Sánchez Santiago que las mujeres son «Admirables y de gigantesca estatura interna. Dispuestas siempre a despedir y a recibir. Dispuestas a ponerse entre mortajas o entre pañales con la misma intensidad. Siempre cerca de los ángulos más profundos, decisivos, de la vida» (La vida mitigada, pág. 128). Para macho no vale, en el sentido de la palabra malo. Sí para libre y desprejuiciada; temerosa de nada. Mujer tenía que ser.
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