Se me ha muerto un amigo. Casi diez años llevo escribiendo en este blog y los amigos y colegas que he traído aquí por razón de muerte son muchos —demasiados siempre—, entre profesores, hispanistas, literatos... Nunca imaginé la situación de escribir sobre Alfredo Gómez (Zafra, 1958), que murió este sábado y no era profesor, no era hispanista, no era literato. Era un amigo sin aparente notoriedad pública. Y la merece. Era veterinario, de una de esas promociones anteriores a la creación de la Facultad de Veterinaria de Cáceres que tanto la nutrieron, provenientes de la Facultad de Córdoba. Si no me equivoco, Ignacio Navarrete López-Cózar, que fue el fundador de la Facultad cacereña, Ángel Robina Blanco-Morales, que fue su decano, Segundo Píriz Durán, que ahora es Rector, Juan Cotrina, veterinario en Valencia de Alcántara, y otros, venían de allí. Alfredo también. Alfredo logró una plaza de veterinario en la administración autonómica y uno de sus destinos fue Cáceres, vinculado al Parque Nacional —en aquellos años Parque Natural— de Monfragüe. Viví con él sus preocupaciones de trabajo y sus tribulaciones sobre la explotación de una propiedad familiar que incluía piezas de ganado para la que su habilitación profesional era una garantía. Una, al menos; para un hombre que no valía solo para los negocios, y que dedicaba la mayor parte de su tiempo laborable a la función pública. Otra parte, a su afición a la historia; a su voluntad por formarse académicamente hasta que llegó a titularse en la licenciatura de Historia, y a ser un veterinario escritor, autor de artículos sobre la veterinaria en la selección del caballo español del siglo XVI, sobre cómo se veía la albeitería en ese siglo por algún personaje religioso o sobre el caso de un gran albéitar como Hernando Calvo, trabajos que fue publicando en la revista Información Veterinaria entre 2006 y 2009. Poco después, esas investigaciones que le traían a Cáceres subrepticiamente —casi nunca me llamaba para no molestarme— dieron forma a un libro que estuvimos a punto de publicar en la Universidad de Extremadura hasta que se cruzó el reconocimiento de un premio del Colegio Oficial de Veterinarios de Valladolid en 2010, que tuvo el acierto de destacar el libro de Alfredo Gómez Martínez, y de publicarlo —para mí, precipitadamente y sin el debido cuidado— bajo el título de Luis de Cáceres y el castigamiento de la cola en el caballo. Un albéitar vallisoletano de la Corte de los Reyes Católicos (Valladolid, Ilustre Colegio Oficial de Veterinarios de Valladolid, 2010). Lo que Alfredo estudió con documentos era un procedimiento quirúrgico que evitaba que estos animales rabeasen con la cola —lo que hoy resulta tan atractivo y útil en las faenas de toreo a caballo— cuando se disponían a ser usados para combatir. Para esto Alfredo consultó manuscritos de la Biblioteca Nacional de España, de la Biblioteca Nacional de Francia y de archivos provinciales como el cacereño, del que me facilitó los datos de un poeta vecino de Plasencia que otorgó en 1580 una obligación sobre un auto en verso castellano que ojalá, dada su rareza, haya quedado recogido en alguno de los repertorios bibliográficos que conozco. Alfredo Gómez era una excelente persona con la que compartí piso en mis primeros años como profesor. En noviembre de 1987 me prestó su coche, un Citroën BX beige, para que yo pudiese mejorar la intendencia de aquel congreso sobre nuestro paisano García de la Huerta al que acudieron personalidades como Russell P. Sebold, René Andioc, Francisco Aguilar Piñal, José Caso González o Jesús Aguirre, que, en nombre de la Academia Española, quemó con su cigarrillo la tapicería del coche de Alfredo. No sé cuándo lo vendió o traspasó; pero sí sé que nunca arregló el desperfecto y que siempre se jactaba entre risas de que aquella quemadura se la había hecho el Duque de Alba. Alfredo Gómez era delicado y correcto, tímido y temperamental, tan caballeroso como para disculparse un día —hace muchos años— con un amigo por salir con su antigua novia. Me parece que fue Plinio el que dijo que el hombre debe al vino ser el único animal que bebe sin sed, y se me hace familiar el dicho cuando pienso en Alfredo, tan amante del vino, tan veterinario y tan buen lector. Me gustaba verle saborear un buen caldo y también conformarse con cualquier copita que le sirviesen en un bar siempre que fuese vino. Aquí escribo evocaciones y lecturas, y aquí también escribo un beso para Teresa y Elisa, sus hijas, y para Carmen, su mujer, mi amiga desde nuestra más jubilosa adolescencia y un motivo más para dar firmeza a mi íntimo parentesco con Alfredo durante todos estos años.
¡Qué hermoso y bien escrito, Miguel Ángel! A quien conocemos todos es a ti y he disfrutado, literaria y humanamente, con la semblanza de este amigo. Es así. Al final, es lo que queda, el saber valorar y llegar a vivir lo que fue auténtico. Alfredo sigue vivo ahí, en ese retrato y sentimiento. Recomendable. Necesario.
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