martes, julio 22, 2014

Lecturas de verano


Vuelve, inexorable, en cada estación esa costumbre de hablar de lo obvio. Por ejemplo, cómo soportar los rigores del verano. El otro día entrevistaron en televisión a un médico que decía que en los días de altas temperaturas hay que evitar la exposición al sol en las horas de más calor y beber mucha agua. Otro de los tópicos cíclicos es el de las lecturas de verano. Babelia le dedicó el otro sábado un espacio, y el siempre brillante Alberto Manguel escribió sobre ello: «Las lecturas de verano son diferentes de las lecturas de invierno, como las de día lo son de las que hacemos por la noche. Algo en el aire y la luz que nos rodea afecta al texto y su comprehensión, y todo lector sabe que no es lo mismo leer una novela que nos deleita tendido en el pasto, al sol, que leerla acurrucado bajo una manta en la penumbra de un cuarto invernal. En verano, la relación con un libro se hace íntima, táctil, cariñosa, las páginas se contagian de la humedad de los dedos, adquieren el olor de un cuerpo, la textura de la piel humana. En cambio, bajo un cielo gris, un lector es más severo, recatado: la lectura se hace lenta, respetuosa, reflexiva.» Podrá ser; pero todo es mera sugestión. No es tanto el tiempo estacional como las circunstancias, y, sobre todo, el lugar. Una piscina llena de niños gritando no hace más íntima la relación con el libro y ni siquiera unas páginas de Dan Brown o de QMD! son más llevaderas así. Y tengo para mí que la misma lectura reflexiva del Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián se puede hacer en agosto y en diciembre. Es más, si en verano leemos sin reloj, ¿por qué no leerse las novecientas cincuenta páginas de los Cuentos completos de Thomas Mann por la edición de Edhasa (2010) que me regaló mi compadre? ¿Por qué no leer unos cuantos ensayos literarios? Los recogidos, por ejemplo, en Contra (post) modernos, de Fernando R. de la Flor (Cáceres, Editorial Periférica, 2013), que son «tres lecturas intempestivas» sobre Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda.  ¿Y leer Jacques el fatalista de Diderot? No son lecturas de verano, se me dirá. ¿Por qué? Son igualmente refrescantes. De las que nos deleitarán «sin causar un dolor de cabeza» [sic]. El verano.

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