lunes, mayo 19, 2014

El misántropo


Este sábado pasado, al terminar la representación, se escucharon «bravos» dirigidos a los actores del espléndido montaje de Misántropo, en versión y dirección de Miguel del Arco, «basado libremente en el original de Molière». Antes de empezar, alguien gritó «¡Atleti!» desde platea. Eran ya las ocho de la tarde, el partido había terminado y la función iba a comenzar. El teatro lleno. Ya teníamos las entradas cuando el sábado 10 de este mes publicó en Babelia Marcos Ordóñez su entusiasta crítica de esta producción de Kamikaze. Me alegré, claro; porque me fío del criterio del crítico. Sabía que iba a confirmar sentado en el Español lo leído el sábado anterior sentado en el sofá de casa. Lo que no sabía era que la comparación que Ordóñez se marcó entre la intensidad y el ritmo de este montaje y un partido de fútbol iba a convertirse este sábado 17 en una crónica exacta de lo que se jugaba en la calle: «intensidad, velocidad, claridad, entusiasmo». Son palabras del crítico teatral y no de un analista deportivo. En fin, que en el Teatro Español también se escucharon aplausos fervorosos y merecidos. Por la magnífica interpretación de los siete actores, que favorece la indistinción entre protagonistas y secundarios; aunque hay que reconocer a Israel Elejalde (Alcestes), Raúl Prieto (Filinto) y Bárbara Lennie (Celimena), con más matices y presencia; pero también a una estupenda Manuela Paso, que ensaya previamente en otro papel casi comparsa el suyo de Arsinoé, con el que provoca la risa del público —y no es gracioso el personaje—; y a un Cristóbal Suárez, cuyo histrionismo es un puntal dramático de la obra, a pesar, también, de una comicidad que va de más a menos. Por la manera excelente de manejar los elementos escénicos: la puerta de emergencia que da al callejón de una sala de fiestas, la música y las imágenes que se proyectan en el muro que sirve de espejo a Alcestes, enfadado con el mundo de apariencias en el que vive. Por incorporar el poema de Luis Cernuda de Los placeres prohibidos «Si el hombre pudiera decir»; sí, el que empieza «Si el hombre pudiera decir lo que ama», y acaba, con Alcestes, firme, «Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido». Finalmente, por haber leído un puñado de bienintencionadas ideas sobre este mundo deshumanizado que vivimos —y me gustaría poner aquí nombres y argumentos próximamente— cuyo reflejo en la obra es potente; por muchas otras razones, la función del sábado me pareció admirable.

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