© Fotografía de Juan Guerrero
Todavía, de vez en cuando, hay mañanas en las que por esta calle pasa un afilador con su bicicleta tocando su chiflo, y se mete en casa ese pirurí sostenido que suena extraño entre el ruido de los coches —pocos, la verdad, en estas benditas soledades. Es lo único que dice, pues no va por ahí con el vocerío promocional del tapicero —sirva el ejemplo— que siempre pasa megafónico y en furgoneta. Hace tiempo que no escucho al que tapiza, señora, al que ha llegado. Sin embargo, el afilador es más sutil y circunspecto. De hecho, se oye su anuncio; pero no el sonido chirriante de los brillos metálicos de su trabajo. Será porque cada vez baja menos gente a llevar sus cuchillos y tijeras al afilador que nos va a cobrar más por afilarlos que lo que nos costó la compra, ahora que compramos tan barato. Mi afilador literario es el de Ligazón (1926), el «auto para siluetas» de Valle-Inclán, el que quiere poner de plata los filos de La Mozuela. ¡Qué maravilloso retablo! El de mi calle no debe parecerse al errante que se descuelga de la rueda y mete la zanca por el ventano de la muchacha; así que no me asomo y solo me quedo con la música melancólica de su oficio.
¡Ah, el afilador! Noble oficio que se va peridendo.
ResponderEliminarMira, aquí hay otro.
http://eljuegodelataba.blogspot.com.es/2010/08/el-afiladoooor.html
Abrazo
¡Es verdad, Elías! Ahora recuerdo aquella evocación tuya en el blog. Ahí queda como un sugerente enlace.
ResponderEliminarUn abrazo
Preciosa y sutil estampa.
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