domingo, julio 31, 2011

La Antígona del siglo XXI

Anoche fuimos Carmen y yo a Mérida —por veinticinco euros las dos entradas, en fila dos, centrados— a ver La Antígona del siglo XXI, la versión de la obra de Sófocles que han escrito Isidro Timón y Emilio del Valle. Desde su estreno estaba entusiasmado por las noticias que me iban llegando. Además, ayer acudí a la función con los deberes hechos, pues dos días antes leí el texto que sirve de base a este espléndido espectáculo, un texto que contiene buena parte de la dirección, como uno luego puede confirmar en lo representado. La primera buena sensación fue el espacio, la Alcazaba, soberbiamente aprovechado, desde las entradas y salidas angulares al centro de un escenario a tierra y gradas perpendiculares, hasta el aprovechamiento de la piedra de la muralla como fondo para proyectar las imágenes de la cámara, el ojo, del ciego Tiresias. Me parece que este espacio, supuestamente alternativo —y tanto, de la época de Abderramán II— de esta edición del Festival de Mérida, se ha convertido, gracias a un espectáculo de calidad, en el verdadero centro de todos los escenarios, y ha superado al del teatro romano, reservado para más focos, más público y actores con más fama, y que, por el momento, no ha cosechado tan buenas opiniones como esta conmovedora —así la calificaba el otro día José Manuel VillafainaAntígona de nuestro siglo presente. Creo que la música en directo —al piano de Montse Muñoz/Arantxa González, a la fanfarria sobresaliente del coro o al saxo que se queda solo—, la concepción del espacio y, sobre todo, la interpretación de todos los actores —no voy a cansarme en matizar con adjetivos las de Anna Allen como Antígona, Chete Lera como Creonte, Chema de Miguel como Guardián, Carolina Solas como Nodriza o Montse Díaz como Ismene, etc.— son los pilares visibles que sostienen esta magnífica lectura de la Antígona clásica. Anoche, además, con una temperatura estupenda. Sin más incidencias —dentro de mi cobertura— que dos señoras que hablaban entre sí sin saber dónde estaban, mi vecino de silla con el pinrel al aire, casi en la oreja de la chica de la fila inferior, y un murciélago del tamaño de un cernícalo que sobrevoló la escena del epodo, cuando entra Creonte y se sienta en el suelo, tan cansado, casi al final de todo, mientras hablan Nodriza e Ismene. Y el unánime aplauso final. Aplaudo, pues, esta lectura necesaria de la Antígona clásica para hablar de la obligación de enterrar a los muertos, con todas sus lícitas contextualizaciones —el mal uso del poder de hoy, las guerras injustas de hoy, la necesidad del ojo de un José Couso, asesinado por la guerra, usado por un poder que reacciona tarde, el recuerdo de nuestros muertos de ayer, como Ana Tornero Quintana, Villanueva de la Vera, 26 de septiembre de 1936— y con otras licencias como la brillante concepción de un coro que pone desde el principio los puntos sobre las íes imaginarias del teatro, desde las del texto a las de lo interpretado. Aplaudo este excelente espectáculo que va algo más allá que la mera recreación de un clásico.

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