domingo, febrero 20, 2011
La decisión de John
Más de dos meses después de su estreno absoluto en España, en el Festival de Badajoz, y tras un preestreno en Mérida, ha venido a Cáceres este excepcional montaje de Teatro del Noctámbulo, La decisión de John, en versión y traducción de Isabel Montesinos sobre el original Cock (2009) del autor británico Mike Bartlett (1980). Ayer fuimos a verla —función única, ¿para qué más, no?—, y el Gran Teatro registró una notable entrada, incluyendo la treintena de localidades situadas en el escenario. Un acierto. Y un reparo. Me habría gustado más que ese público hubiese estado al mismo nivel que los actores; se trataba de llenar imaginativamente un espacio que queda así delimitado brillantemente, no de un elemento escénico circunstancial, como el de aquel excelente Urtain de Animalario que vimos aquí mismo. Sin embargo, la propuesta de Damián Galán, más que competente responsable de la escenografía de La decisión de John, va más por presentar a un público que asiste a un espectáculo, y no creo que sea el caso del conflicto que nos ofrece Bartlett. Y aquí acaba lo que ni siquiera puede considerarse una pega. Porque La decisión de John es teatro del bueno. Por muchas razones. Por la interpretación de los actores. El inconmensurable José Vicente Moirón, que en algunos momentos de los primeros cuadros nos ha recordado a los espectadores españoles la manera de decir del Woody Allen de sus películas dobladas; pero lleno de otros muchos registros, no se despega tanto como otras veces del resto del elenco, que está sobresaliente. Y no es demérito. La trama exige que sobresalga, pues el centro es John, y la decisión es suya; sin embargo, es tan destacable cómo sostienen los otros actores sus papeles que las iniciales que los representan (H, M y P para Hombre, Mujer y Padre) llenan tanto como todas las letras del nombre de JOHN. Gabriel Moreno como H, Isabel Sánchez como M y Javier Magariño como P, cuya irrupción en escena como dice el texto dice mucho más en Cáceres, están estupendos y dan ganas de verles en más funciones, eso que es casi imposible aquí. Teatro del bueno también por la dirección de Denis Rafter. En manos de alguien sin fuerza e instinto dramatúrgicos, la solución escénica sería la de una comedia costumbrista, como tantas. Sin embargo, aquí todo es teatro de altura. Denis Rafter ha creado una coreografía brillante. Los actores se mueven como si estuviesen ejecutando un baile, ya que no hay otros elementos que el espacio vacío de la escena circular. Juegan con lo que no hay, hacen lo que no se ve, ponen de manifiesto la importancia del diálogo, la trascendencia de la palabra, la necesidad de decidir, de decir. Salimos ayer con la satisfacción de haber visto uno de los mejores espectáculos de la temporada. Ah, y como no he sabido cómo traerla al texto de este apunte, mencionaré ahora, al final, como postre, la tarta de queso que H hace para la cena, y que es como una tentación concluyente. La tarta de qué soy, si se me permite el calambur.
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