Un domingo húmedo y gris. Carmen y yo hemos estado un rato en Montánchez y hemos contemplado desde el castillo todo matizado por la llovizna. Hace unos años, en un cuaderno que, quizá por la intensidad de las experiencias de aquellos días, me duró muy poco, anoté algo así como:
“Los domingos, tan sencillo. Los domingos de luz clara, de sol limpio y de una rara ociosidad. Esa desgana atribuible a la inminencia del lunes laborable. Con vocación de costumbre, se encuentran a solas, se conocen y el tiempo pasa de otra forma. Como si toda una semana quedase resumida en unas horas apacibles, o como si estas horas, un breve tiempo, arrancasen los días venideros. Manos, ojos, boca. Gestos, miradas, palabras. Igual que el enfermo leve ve las cosas de otro modo después de escuchar al médico, esta conversación insuficiente repara grietas, ayuda a esmerarse en la vida, a mejorarse. También impone, sin embargo, el oscuro temor de no saber mantener la ilusión, y el miedo a la nada repetida. La rara certeza del que defrauda pronto.”
En el mismo cuaderno, unos versos de Luis Cernuda, un apunte sobre una bella película, TIGRE Y DRAGÓN, las primeras notas de la más famosa novela de Cercas y de LO IMPROBABLE de Julián Rodríguez, varios apuntes sobre DON GIOVANNI, de Mozart, el comentario de una carta trascendente y la crónica de un viaje a Lisboa que terminó en la Iglesia de San Mamede, con Ángel Campos, a la espera del féretro de Manuel Hermínio Monteiro. Junio de 2001.