PARADOJA DEL INTERVENTOR. La primera frase de la novela es: “El interventor llegó a la ciudad en tren una noche de noviembre.” Aparentemente, y la apariencia se basa en que sólo leemos esta primera frase, estamos ante el comienzo de un relato en el que el personaje, el objeto, queda fijado en un cronotopo de arranque. Es decir, contamos con un individuo, el interventor, una ciudad y una noche de noviembre. La novela comienza, a pesar de la fijación, con un escamoteo notorio. El escamoteo afecta al lugar, la ciudad, y al tiempo, pues desconocemos qué ciudad y qué año. De manera que lo importante es el interventor, el personaje, el tren, y la noche de noviembre.
“En aquel momento no era todavía, en modo alguno, el interventor ni había adquirido los derechos o la propiedad del nombre.”
Si en el comienzo de la novela estábamos ante un aparente narrador convencional de una narración convencional que nos situaba a un personaje innominado en un espacio innominado y en un tiempo impreciso pero noviembre, y de noche; ahora estamos ante un narrador que toma conciencia de su condición y de su intervención sobre el personaje, sobre la criatura de ficción que el lector empieza a conocer.
Me hace pensar en los modos de omnisciencia y las falacias artificiosas que han sido los intentos de su evitación. Hay omnisciencias tan decimonónicas como autorreferenciales. Por ejemplo, en La hija del crimen o La prometida de Satanás, de Julián Castellanos y Velasco (Madrid, Viuda de Rodríguez, Casa Editorial, 1886). Esta novela “histórica original” comienza así: “Era una noche de verano del mes de Octubre de 1608.” Pero pocas líneas después, al narrador le da la real gana de hacer una alusión a que en los tiempos del señor duque de Lerma, privado del rey don Felipe III, los habitantes de la corte se recogían muy pronto. Y dice, refiriéndose a esos tiempos: “que es cuando damos principio a este verídico relato.” Me pregunto por qué tiene que justificar esos tiempos cuando ha dado la estación (?), el mes y el año. (Por cierto, como en la novela de Gonzalo Hidalgo, en donde se da la estación y el mes, aunque no el año). Lo más interesante, pues, es que el narrador mira a su propio relato, y lo considera “verídico”. Lo que dice Gonzalo Hidalgo es que en aquel momento al que se refiere su relato el interventor no era todavía, en modo alguno, el interventor. Así, no sólo acciona las expectativas del lector, sino que nos enseña, como el autor de La hija del crimen, sus armas como dueño, señor y primer exégeta de su propia obra.