domingo, octubre 17, 2021

Cuaderno de Perugia (VIII)

Domingo. Hoy he ido a misa. Sin que sirva de precedente. El motivo está en el cartelito que vi uno de estos días pasados en la puerta de una de las iglesias más bonitas y más interesantes de Perugia, la de San Ercolano, que destaca por fuera, por su enclave junto a la muralla etrusca, por su planta poligonal; pero también por un interior admirable. «—Purtròppo», me dijo un señor en la puerta cuando hice esta mañana la foto al aviso; sin saber él, claro, que yo ya había estado unos cuarenta y cinco minutos dentro, porque llegué pronto y conseguí un buen sitio. «Desgraciadamente», lamentaba el simpático señor que parecía poner gestos de condolencia al mensaje de que por la evolución de los contagios de la pandemia todavía sigue vigente el cierre de la iglesia a las visitas turísticas, y que solo estará abierta exclusivamente para la misa de los domingos a las diez y media de la mañana. Así que el otro día tomé nota y hoy he disfrutado de la ceremonia, con música de órgano y cánticos bien entonados —incluido el Padrenuestro, que aquí se canta—, y con un sacerdote muy agradable que interrumpió su homilía cuando entraron tres turistas para advertirles que no estaban permitidas las visitas. Tuvo que repetirlo, y, cuando ya se fueron, se disculpó con todos porque decía que se desconcentra, que debería de estar acostumbrado después de veinte años de oficios; pero que no lo puede evitar. Yo sí que estuve todo el rato concentrado respetuosamente en la liturgia; pero sin quitar ojo a todo aquello que me rodeaba. Junto a una de las capillas laterales, la que tiene un crucifijo de madera y esculturas de, según he leído, un escultor francés, cuyo nombre italianizado es Giovanni Rinaldi Sciampagna, y que fue colaborador de Bernini, yo miraba hacia arriba, hacia la cúpula, con los frescos de Giovanni Andrea Carlone que muestran la vida de San Pablo y que tanta luz dan al sitio; o miraba hacia el altar, un sarcófago romano decorado del siglo III a. de C., desde el que hablaba un cura que parecía conocer a casi todo el mundo y que bajó para dar la comunión a todos los que la quisieron sin moverse de su sitio en los bancos. Se levantaban y ofrecían sus manos; pero no he sabido si es costumbre aquí o si se trata de una medida por la situación que vivimos. Yo seguí sentado y aproveché para seguir mirando la pequeña y preciosa iglesia que ha ocupado una parte de mi mañana de domingo.



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