jueves, febrero 04, 2016

El sentimiento de la vista (I)


Cuando terminé de leer El sentimiento de la vista (Barcelona, Tusquets Editores, 2015), de Miguel Casado, anoté como un valor esa forma de encontrar un tono poético en la sobriedad expresiva, en la ausencia de retórica. Está bien anotado, no sé si bien expresado. Este nuevo libro, después de un lapso de once años desde su Tienda de fieltro (Barcelona, DVD, 2004), nos presenta brillantes tomas poéticas del mundo exterior, de la realidad, maneras de explicarse en ellas. Hay anécdota; pero velada. Hay nombres y personas; pero nunca explícitos, salvo en los poemas dedicados a los «muertos comunes» —Ángel Campos Pámpano, Manuel Hermínio Monteiro, Nicanor Vélez—, esos «muertos comunes» mencionados en el poema que comienza «Voy contigo», un poema de amor ejemplar, extraordinario, para Olvido, aunque no hay mención expresa. No hace falta, pues Olvido [García Valdés] ocupa el lugar de preeminencia de la dedicatoria general del libro. No hay más, excepto las de los tres nombres citados, los «muertos comunes»; y la pesadumbre de la lectura y relectura de esos poemas, ay. Y la certeza de que la voz que acompaña al lector desde el primer poema al último de este conjunto de sesenta y seis —aunque «La enfermedad del tiempo», el dedicado a Nicanor Vélez, es un tríptico— es la voz —y la mirada— de un poeta de exquisita madurez que sabe llevar al poema la escritura como un hecho tan propio de la vida como la lluvia o el revoloteo inquieto de un gorrión. La escritura es una forma de vida si se siente una libreta pequeña en el bolsillo de la chaqueta como una forma material de respiración (pág. 120); y esa materialidad es la que lleva también a preguntarse si «la medida / de los versos depende del tamaño / del papel» (pág. 25), tanto que se retoma muchas páginas después en un «No sé si el tamaño del papel / condiciona la medida de los versos» (págs. 119-120). Resulta extraño llamar a esto metaliteratura; pero lo es. Al menos, se trata de una autorreferencialidad corriente en un libro en el que todo fluye de manera muy natural. Tanto que hay más de un poema que puede ser considerado nuclear en El sentimiento de la vista. Por ejemplo, este: «Salíamos juntos a mirar la luna / de abril, cuando de los montes / se eleva blanca; nubes / también del suelo la persiguen, le sirven de orla. / Mirar es compartir el mundo, / las intensidades cambiantes, / el aura en que reposan / las cosas o se afilan.» Un poema preciso. O este otro en el que los árboles, varios, se funden —había escrito «se confunden»— con las palabras del poema, con su afán por manifestarse —las palabras— entre las frondas y donde el humus vegetal es clave para comprender la germinación que propone el poema y el libro: «Zarandea el viento la acacia / mientras el tilo, a su lado, / queda casi inmóvil. Busco al fondo / la línea de los álamos, confundidos / en su verde denso, y la veo / surcada de vaivenes, de caídas, / brillos, ondulación. Ante la ventana, / divididos los ojos en la cruz / del marco, como si quisiera pedirles / no las palabras —esas van y vienen, / no pesan— sino un núcleo sólido / o humus donde fermenten.» (pág. 135). 

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