Este martes pasado disfruté de la muestra L’età dell’oro, que se inauguró el 26 de octubre y va a estar en la Galería Nacional de Umbria en Perugia hasta el 19 de enero de 2025. El subtítulo de la exposición, I capolavori dorati della Galleria Nazionale dell’Umbria incontrano l’Arte Contemporanea, explica su intención de que obras maestras antiguas elaboradas con oro se encuentren con piezas de arte contemporáneo en el mismo espacio, la Sala Podiani de la Galleria Nazionale dell'Umbria, que, además, es la que presta las piezas que se exponen, que se han trasladado de sitio sin salir del fastuoso contenedor —el Palazzo dei Priori— para compartir la exposición en la que artistas modernos como el vienés Gustav Klimt dialogan con antiguos como el perugino del siglo XV Pinturicchio. En realidad, son nueve siglos de arte los que uno pudo recorrer siguiendo el hilo dorado propuesto, desde el siglo XIII (Duccio di Boninsegna o el Maestro di San Francesco) hasta nuestro siglo XXI (con piezas de Francesco Vezzoli o Mimmo Paladino). La sugerencia es cautivadora, por la exaltación del oro como materia incorruptible en el arte, sobrenatural, luz absoluta desde tiempos muy remotos y hoy presente en la más cercana modernidad; pero también por la convivencia de la espiritualidad clásica con la materialidad contemporánea en algunos de los diálogos que se ofrecen en el recorrido, en el que unas veces se nos exhibe la pieza moderna inserta en el marco antiguo —como la escultura de Marisa Merz en un reliquiario de Santa Giuliana de 1376— y otras se juntan en vecindad expresiva obras separadas en el tiempo —como el fragmento del ángel de la Pala dei Cacciatori de Bartolomeo Capolari, de 1487, con la serigrafía Golden Marilyn 11.40 de Andy Warhol, que se ha utilizado para la imagen de la promoción de L’età dell’oro, a la que se sumó la famosa pastelería «Sandri» del centro histórico de Perugia, que llevó a su escaparate la imagen en pasta de azúcar. Allí, contemplando el medio centenar de obras que se muestra, y mientras imaginaba una traslación posible a un entorno más cercano, pensé en el Museo Helga de Alvear y en la coincidencia de algunos artistas de la exposición de Perugia con los que hay en la colección cacereña. Hecha la comprobación en casa, son siete: Michelangelo Pistoletto, Ettore Spalletti, Andy Warhol, Lucio Fontana, Mimmo Paladino, Yves Klein y Francesco Vezzoli, si no he contado mal. Ahí es nada.
domingo, noviembre 10, 2024
martes, noviembre 05, 2024
El jardín de los cerezos
Piazza Morlacchi, 13. Perugia. Con permiso de Chéjov y de los responsables del Progetto Čechov, la motivación principal para ir al teatro el pasado miércoles fue conocer por dentro el Teatro Morlacchi, que data de 1781, y tiene una impresionante sala, una altura sobresaliente de cinco niveles de palcos y una embocadura que me pareció mayor que lo que suelo ver. La decoración de la bóveda me llamó la atención, con motivos alegóricos de la Música o la Poesía, y un reloj con la hora actualizada desde el domingo anterior lo miraba todo por encima del bambalinón. Es una suerte conocer un teatro tan a la italiana en Italia. Y, además, por un montaje tan destacable como Il giardino dei ciliegi (El jardín de los cerezos), tercera entrega de la trilogía del Progetto Čechov, compuesta además por Il gabbiano (La gaviota) y Zio Vanja (Tío Vania), y que se había dado, en tres pases, a las 11:30, a las 15:00 y a las 18:00 horas, ese pasado domingo 27 de octubre. Producido por el Teatro Stabile dell’Umbria y dirigido por Leonardo Lidi, el tercero de estos espectáculos, El jardín de los cerezos, que vi con un experto como Luigi Giuliani este miércoles, cuenta con un elenco compuesto por cinco actrices y siete actores, cuyos movimientos en escena resultan una suerte de coreografía —fomentada en algún momento por la acción bailada— que los presenta como un grupo, una entidad de doce, que va formándose de uno en uno al principio de la obra y se va disolviendo al final, cuando cada una de las figuras representa la salida de la casa, uno a uno también, hasta quedar solo, abandonado, el personaje del viejo sirviente Firs, que hace el oscuro. Señalo esto porque la calidad de los actores me pareció extraordinaria por su gran nivel, sin los altibajos interpretativos que podrían ser disculpables en grupo tan numeroso. Todos, aparte matices y singularidades —Mario Pirrello como Lopachin u Orietta Notari como hermana, no hermano (así en Chéjov), de Liubova—, conforman un conjunto brillante y son uno de los fundamentos principales de este montaje. La duración —una hora y cuarenta minutos— se ajusta casi por completo al texto original —traducido al italiano por Fausto Malcovati— sobre el que se proponen varias licencias que resultan oportunas y significantes en la lectura que de la obra hace Leonardo Lidi, cuyo empeño principal es el de trasponer metafóricamente el jardín, ya infecundo y degradado, como el teatro, amenazado en su esencia por la especulación rentable. Por eso, un acento se pone en el contraste entre el pragmático Lopachin y el soñador y poético estudiante Trofimov, y se interpela al público con la canción de Bruno Lauzi «Ritornerai» cantada por Mario Pirrello al principio de la obra, en una ruptura de la cuarta pared que la cerrará también, coherentemente. La escenografía, el vestuario o la transformación de espacios —la escena campestre del segundo acto y el salón de baile del tercero serán una playa, en uno de los encuadres escénicos más logrados, con su plano inclinado y con ocho actores implicados, y una suerte de pista de discoteca, respectivamente— separan al espectador de la literalidad del texto y lo llevan a un registro que funciona en la lectura global de este jardín sin cerezos y con tramoya, en el que, como parece que quería el escritor ruso, sobre todo, se hacen preguntas, sin esperar respuestas. Magnífica visita al Teatro Morlacchi de Perugia, guiada por un proyecto escénico de calidad muy sugerente, y de la que me llevo una canción con un eco deseable: «Ritornerai».
viernes, noviembre 01, 2024
La última frase
Compré este libro sin saber quién era su autora. Una vez conocida su muerte súbita y prematura a los treinta y nueve años, me resultan imponentes estas palabras: «Soy adicta al final. Estoy enganchada al final. Reconozco mi fascinación por ese instante, mi empeño por habitarlo.» (pág. 107). La última frase de Camila Cañeque (Segovia, Ediciones La Uña Rota, 2024) contiene cuatrocientos cincuenta y dos finales de libros, desde La Biblia («Amén») y el Quijote («Vale»), que abren y cierran el volumen, hasta obras clásicas y fundamentales de la historia de la literatura universal que comparten espacio con títulos menores, muy diversos, de autoras y autores de referencia, en su mayor parte, muy conocidos. Hay obras y autores que están por lo que significan en la historia literaria universal, Las mil y una noches o La isla del tesoro, Dante o Tolstói; y hay otras y otros que no, Rubias peligrosas o Viaje al miedo, Antonio Escohotado o Sara Mesa, Fernanda Melchor o Camila Sosa Villada. No se queda en un listado, en la «afición inocua» —dice su autora al principio: pág. 14— de recopilar los cierres de esos centenares de textos, sino que su empeño es el de hilarlos en un relato que es la crónica íntima de un prurito de letraherida a la vez que un breve ensayo sobre el final textual, y el conjunto es un «tributo a la cita, a la capacidad de expresión del fragmento, a la potencia de lo breve» (pág. 91), a partir de una colección de últimas frases que al principio fueron de novelas, pero que luego se ampliaron con finales de ensayos, de poemas, «frases salidas de colofones y epílogos, así como la última réplica de algún personaje o la última acotación teatral» (pág. 90), como las de Las sillas, de Ionesco, o El Rey Lear, de Shakespeare. No es fácil intercalar tal número de frases ajenas en un discurso que tiene su planteamiento —Cañeque cuenta cuándo empezó su atracción por las últimas frases y cómo quedó atrapada en «el espacio fronterizo que separa la escritura de la no escritura» (pág. 15)—, su desarrollo —se fija en las imágenes recurrentes o invariantes como la lluvia o el desplazamiento, la llegada o la muerte (pág. 23), o cierta metodología aplicable a su tarea recolectora— y su desenlace —cómo no, propio y ajeno: vale—, que da sentido a todo el tinglado: «Tiene que haber una última frase para que haya algo, para que exista un todo» (pág. 35). Nada fácil es lograr que la selección tenga sentido al disponerla consecutivamente: «Estoy cansado del pensamiento» y «¿Quién no está así?» (pág. 55), con El crítico como artista, de Oscar Wilde y Metamorfosis, de Rosi Braidotti; o «Entonces surgió una especie de lejanía dentro de mí» y «Perdí el último nexo con el mundo del que salí» (de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller y de Una mujer, de Annie Ernaux); lo que se convierte en una representación de las conexiones, azarosas muchas veces, entre las lecturas que hacemos a lo largo de nuestra vida. La composición del libro se hace en dos cuerpos: el principal del relato y el índice final de las frases, sobre el que se advierte en una nota inicial: «Con el fin de no interrumpir la lectura, se recomienda leer estas páginas sin consultar las referencias bibliográficas situadas al final» (las cursivas son del texto). Hay una segunda nótula que dice: «Este texto tiene aproximadamente la misma extensión que la última frase del Ulises, el somnoliento soliloquio de Molly Bloom, 22 000 palabras». En el cuerpo principal la cursiva distingue diacríticamente las frases finales seleccionadas, que se rematan con un numerito volado que remite a la lista final o «Últimas frases», de la 1 a la 452. «—Me gustan estas tontunas», le dije, sin atisbo de menosprecio, a la librera que me lo vendió. Creo que sí comprendió que, al contrario, valoro mucho estas originales ocurrencias, y esta va mucho más allá de eso, pues se trata de una reflexión sobre lo terminal en un texto hecho sobre muchos textos, que es algo tan consustancial con lo literario. En una nota final tras el índice de «Últimas frases» hay un agradecimiento a los traductores de los libros escritos en otras lenguas; pero no habría estado de más haber mencionado en la relación quiénes han vertido al castellano esas últimas frases ajenas. Frases ajenas sobre cuya justificación escribe la autora: «El objetivo no era confeccionar otro ranking de mejores últimas frases de todos los tiempos, ni una colección de spoilers, ni un catálogo razonado para entenderlas mejor. Sólo quería liberarlas de mí y librarme de ellas» (pág. 89). Eso es todo.