domingo, agosto 30, 2015

Glorias de Zafra (VIII)


© Foto José Mª Lama
La penúltima vez que visité mi ciudad natal tuve dos experiencias insólitas: una retención de tráfico de más de quince minutos al cruzar Mérida por la A-66 y un paseo a las siete y media de la mañana por una Zafra para mí casi desconocida. La retención no tuvo mayor importancia —a la Dirección General de Tráfico se le ocurrió recomendar la carretera de Extremadura como ruta alternativa desde Madrid para llegar a las playas del sur—; pero el paseo con mi hermano Luis me mostró una parte muy poco vista de mi pueblo, y a esa hora tan especial del principio del día en la que la luz es distinta, el ambiente no huele igual y uno no es el mismo. Sabía por dónde caminaba; pero el trazado de aquel espacio era nuevo. Calles nuevas que me mostraban cómo ha cambiado la ciudad en los últimos treinta años. Calles como las de Juan Coles, Juan Justo García, Elvira Laso de Mendoza, García de Silva Figueroa, Severiano Fernández —que no Severiana—, por aquellos antiguos terrenos en los que a principios del siglo XX, un rico hacendado camerano instalado en Zafra quiso perdurar como benefactor promoviendo la construcción allí de viviendas para los más pobres. Fue Gregorio Fernández, hermano del tal Severiano y de Juliana, todos con calles en la zona. Calles que mi hermano está inventariando en una obra insólita —Zafra, cuna de insignes— que espero que algún día pueda materializar en un formato digno y manejable —la última versión que leí tenía más de ochocientas páginas— para los muchos lectores que tendrá al menos en la ciudad que nos vio nacer, en esa que va mutando tanto a medida que vamos cumpliendo años y la vivimos en la distancia. Corta distancia. Aquella retención fue el primer sábado de agosto y mi paseo el primer domingo. Escribo el último domingo de este mes en el que desde hace noventa y dos años mi madre celebra su aniversario —fue ayer sábado 29. Nació en 1923, pocos días antes del golpe de Primo de Rivera, el mismo año que Lola Flores. Lo celebramos antier con tres de sus nietos, a quienes conoció vagamente; dicho sea como un alivio, como una suerte —no sé qué tipo de alivio, qué tipo de suerte— porque, al menos, estuvo un rato disfrutando con esa sonrisa que sabe a la verdad de mi madre, que agradeció un modesto regalo. A ella siempre le ha gustado probarse prendas; y más, estrenarlas. En su situación, una rebeca es más útil para ella que un reloj y mucho más evocadora para mí que una foto. Naturalmente, no se lo dije; pero me acordé de mi padre cuando repetía, siempre que aparecía en nuestras vidas una rebeca, lo de la película de Hitchcock y Joan Fontaine. Me gusta imaginármelos juntos viendo aquella Rebecca (1940) por aquellos años grises cuando ellos se casaron. La verdad y la sonrisa de mi madre las captó mi hermano Josemari ayer en la foto de arriba. Poco después, hablé con ella por teléfono: «—Felicidades, máma», le dije. «—Igualmente», me contestó.
Calle Severiano Fernández. © Foto: Luis R. Lama

viernes, agosto 28, 2015

martes, agosto 25, 2015

Sierra de Gata


Hoy hemos cruzado en coche la Sierra de Gata mi hijo Pedro y yo. Hemos podido comprobar los estragos del incendio que comenzó el 6 de agosto y que tuvo en vilo a toda la comarca durante varios días. Si estremece ahora ver la señalización de la carretera quemada por el fuego y todo calcinado, imagino lo pavoroso de aquellos momentos. Nos hemos preguntado cómo una estación de servicio como «La Fatela», a pocos kilómetros de Perales del Puerto, ha podido quedar circundada por terreno quemado. A más devastación, más incredulidad, más incomprensión sobre las causas. Es muy difícil comprender al que quema intencionadamente el bosque o a quien arroja una colilla a sabiendas —eso siempre se hace a sabiendas— mientras conduce; pero más difícil es asimilar que hay leyes y normas de autoridad que no ayudan a evitar estas barbaridades, por no decir que las fomentan. Lamentablemente, no ha sido la primera vez ni será la última; y por esto uno puede llegar a llorar por dentro. Quiero que no sean necesarias las lágrimas de todos para apagar las llamas de unos pocos desalmados. Y no acabo de convencerme de que estas líneas que aquí escribo tengan sentido.

viernes, agosto 21, 2015

Un relato de Javier Castro

Que mi hermano Josemari compartiese ayer en su página de facebook el texto de Javier Castro Flórez que voy a poner a continuación me ha permitido volver a contactar con su autor y sus futuros proyectos, de los que espero escribir aquí. Es un relato espléndido que Javier publicó ayer jueves por la tarde en su página. Me ha autorizado a enlazarlo y a transcribirlo: 

«Anoche a las doce y media estaba colgando la ropa a secar en el tendedero cuando vi por la calle a uno de los mendigos que rondan por el barrio caminando hacia la cabina de teléfono. Iba dando voces... Aunque vivo en un cuarto piso se entendía perfectamente lo que gritaba en medio del silencio de la noche: ¡Señor, Dios mío, si existes haz un milagro por favor! ¡Que haya cincuenta céntimos Señor! ¡Dame una señal! —decía—. Le vi comenzar a trastear con la cabina y corrí a la habitación a ver si tenía esos cincuenta céntimos. Mi casa estaba a oscuras por lo que —de haber encontrado la moneda— le hubiera sido imposible saber desde dónde partía aquella dádiva, aquella señal divina, como si hubiera sido dejada caer desde las lejanas estrellas. Pero solo encontré una de 20 céntimos y no la lancé a la calle. Pensé que era mejor —más consoladora— la idea de que Dios no existe o nos ha abandonado momentáneamente que darnos cuenta de que es un cabroncete agarrado que solo mira por lo suyo y nos da las migajas... las sobras. Así que —en silencio— le vi marchar calle adelante dando voces mientras pensaba que tal vez se me había escapado la posibilidad, por una vez en la vida, de hacer un milagro.»    © Javier Castro Flórez

jueves, agosto 20, 2015

Ofrenda y sacrificio


No sé si podré contar brevemente el relato de una aberración. Una aberración es un grave error del entendimiento y un acto que se aparta de lo que consideramos lícito. Por eso, advierto que lo que van a leer puede llegar a herir su sensibilidad. No hubo mala intención en el hecho, dicho sea por si quiere considerarse atenuante. Omitiré la identidad de la autora —mujer es— y la ciudad en la que se produjo —dato que carece de importancia—, pues, aun cuando lo que presencié no está tipificado como delito en ningún país del mundo, no quiero ser responsable de oprobios, befas ni estigmas que muchos considerarían justificados. Alguien tan generoso como desprevenido había regalado a aquella mujer, que no pertenece a la cultura europea, un jamón. Supongo que no disponía de una tabla jamonera y por eso aquella pata pendía con su soga de un gancho en la despensa, a la que me acompañó cuando me ofreció llevarme a mi casa algunas lonchas —eso me pareció escuchar aquel día de diciembre, Navidad. Lonchas, ay. Yo creía que iba a llevarme unas lonchas. Pero cogió un cuchillo de carnicero —algo debió de decir de despostar— y lo hundió en el centro más magro del jamón con dos cortes profundos, seguidos de uno vertical y mordido que fue el que desprendió un bloque de carne de acabado casi perfecto, un taco veteado de unos quince centímetros y ocho o más de grosor que envolvió en una servilleta de papel y metió en una bolsa de plástico que puso en mi mano sin darme tiempo a decir nada más que «—Gracias». Salí de allí sin mirar atrás, y dejé aquel jamón colgado en aquella despensa, seguro que basculando aún con la expresión inerte que deben de tener los cadáveres profanados.

miércoles, agosto 19, 2015

Dominio público


La Biblioteca Nacional de España viene publicando en su página web el listado de autores que van pasando a dominio público cada año. Conviene aclarar que en España los derechos de explotación de una obra caducan a los ochenta años de la muerte del autor, contados a partir del primero de enero del año siguiente del fallecimiento, siempre que el autor en cuestión haya muerto antes del 7 de diciembre de 1987. Para los fallecidos después de esa fecha, se aplica la nueva legislación que reduce el plazo a setenta años. Así, por ejemplo, autores que pasarán a dominio público en 2016 —véase aquí el listado completo— son Joaquín Belda, Luis Bello, Manuel B. Cossío, Ramón Sijé... Y —¡atención!— el primer día de 2017 pasarán a dominio público las obras de Federico García Lorca, Miguel de Unamuno y Ramón Mª del Valle-Inclán; y también las de Pedro Muñoz Seca, Francisco Villaespesa o Ramiro de Maeztu, entre otros. Buenas noticias para los lectores y malas para los herederos.

Evangelio del martes 18


Y entonces ayer me vino —en misa (*)— como un runrún la letra de una canción imaginada de algún grupo de rock alternativo, supongamos que por nombre El pisito de Rouko, en la que se repetía «ningún rico entrará / ningún rico entrará / ningún rico entrará / en el Reino de los Cielos / en el Reino de los Cielos». Está en San Mateo 19, 23-30: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre el Reino de los Cielos». Esto es como la Constitución; también necesita una reformilla.

domingo, agosto 16, 2015

Chirbes


Me apena la muerte de Rafael Chirbes (1949). Murió ayer y no me he enterado hasta hoy por la mañana, durante el paseo, y de manera casual, antes de leer la prensa, que trae que ha sido «a causa de un cáncer de pulmón irreversible que le fue detectado recientemente». En una de sus novelas más conmovedoras, La buena letra (1992), escrita entre Valverde de Burguillos (Badajoz) —desde donde Chirbes iba a Zafra para comprar El País y tomar alguna caña en la Plaza Chica y donde lo vi por primera vez— y Denia (Alicante) —en donde hoy se ha instalado su capilla ardiente—, el personaje de la madre recuerda al hijo que su padre le contaba que los marineros se negaban a aprender a nadar porque así, en caso de naufragio, se ahogaban enseguida y no tenían tiempo de sufrir. Bueno —me he dicho—, al menos Rafael Chirbes no ha tenido mucho tiempo de sufrir. Era un buen escritor. Yo creo que La buena letra fue la primera novela suya que leí, y la última ha sido En la orilla (2013), por la décima edición, que me recordó en su final a aquella de 1992 porque ambas se cierran con una especie de paratexto en cursiva que también está en Crematorio (2007). En noviembre de 2009 estuvo en Cáceres en el Aula José María Valverde y charlamos amigablemente antes de que él se marchase a Zafra para participar en el jurado del Premio Dulce Chacón como premiado del año anterior, por Crematorio, precisamente. Y hablamos de su estadía extremeña en Valverde de Burguillos, en donde firmó también el principio y el final de Los disparos del cazador (1994). Hoy me apetecía recordarle en este espacio que con tanta reiteración viene hablando del «naufragio de muchas vidas» (La buena letra, pág. 139).

sábado, agosto 15, 2015

Vida de Valle-Inclán (y II)


Decía abajo que dan confianza la seriedad y el rigor con que Manuel Alberca aborda su biografía de Valle-Inclán, que aporta mucho a la ya numerosa e importante bibliografía sobre el autor y sus obras publicada en los últimos cuarenta años del siglo XX y lo que va de este. Aunque se insiste tanto en el propósito de corregir la desfiguración a la que se ha sometido a Valle-Inclán que pareciera que esas grandes aportaciones de los investigadores no han sido tales. La tarea de desmontaje de La espada y la palabra de tópicos y leyendas sobre don Ramón del Valle-Inclán —desde su precariedad económica o su despreocupación por sus obras, hasta anécdotas fantásticas— se impone, y se persevera en lo ideológico con la negación de su supuesto izquierdismo y del carácter postural de su carlismo, para decir que don Ramón era un retrógrado, cercano a la extrema derecha, y que su carlismo fue algo más que una pose estética. Incluso en su tiempo de más reconocible progresismo —el que luego le reconocieron sus contemporáneos a poco de su muerte— desde la dictadura de Primo de Rivera, Alberca insiste en que incluso «en estos años, conserva una fidelidad a su pasada militancia carlista y da muestras evidentes de seguir siendo fiel a las personas y a los símbolos de tradicionalismo» (pág. 505). El biógrafo de Valle persiste en hacer caer ciertos tópicos, como digo; pero hay alguno que sigue sin abatirse: la preeminencia de Luces de bohemia a la hora de exponer la teoría y la práctica del esperpento, y la relegación de una obra tan capital y didáctica a ese efecto como Los cuernos de don Friolera, una pieza fundamental que, si no me equivoco, solo se cita en un par de ocasiones en las seiscientas cuarenta y tantas páginas del libro. Los libros de texto de los bachilleres siguen trayendo la escena XII de Luces de bohemia, que pocos estudiantes comprenden sin referentes, para explicar el esperpento; y ni mencionan el prólogo y el epílogo de Los cuernos de don Friolera, que, junto a la conocida entrevista en ABC (7 de diciembre de 1928) con Gregorio Martínez Sierra, son la mejor explicación de la propuesta estética de «nuestro hombre», como reiteradamente se le alude en esta biografía que hay que alabar. Hoy he leído un comentario de Manuel Rodríguez Rivero en Babelia sobre la biografía de Blasco Ibáñez escrita por Javier Varela (El último conquistador. Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), Madrid, Tecnos, 2015) en el que se lamentaba de que no llevase un índice onomástico. Es muy útil en este tipo de libros. Por eso me ha llamado la atención que el índice onomástico del de Manuel Alberca no lo sea para las casi cien páginas de «Notas», en las que hay tanta información y tantos nombres, como Dionisio Pérez, Enrique Peinador o el arquitecto Gómez Román, que no quedan recogidos; como otros, por descuido —que aparecen en el cuerpo principal—, y es el caso de Díez-Canedo (págs. 394 y quizá 403), y, con otros criterios, nombres como Real Academia Española, Ateneo de Madrid, Asociación Española de Escritores, CIAP o Academia de Roma, que tanta presencia tienen en este recomendable relato y retrato de uno de los nombres principales de la literatura española del siglo XX.

viernes, agosto 14, 2015

Elogio de la novela

«Vale, de acuerdo, tú lo has vivido, pero yo lo he imaginado. No creas que me llevas mucha ventaja en el camino de la verdad, hermano»

Juan Marsé, Rabos de lagartija (2000)

jueves, agosto 13, 2015

De Ribadesella a León


Si no llega a ser por la muerte de alguien tan querido y cercano como Santi González Arroyo, recordaríamos nuestra nueva visita a León y al Panteón de los Reyes de la Colegiata de San Isidoro como otra extraordinaria estación de regreso de unos días de vacaciones en Asturias. Sin embargo, nuestro apeadero ha sido este martes pasado un tanatorio lleno de familiares, amigos y compañeros de Santi concitados para despedir a una excelente persona, un tipo responsable, amigo de los pájaros, compañero en la Universidad de Extremadura en el personal de administración y servicios de la Facultad de Veterinaria. En definitiva, el disfrute que todavía nos da la vida de la contemplación de los capiteles y frescos del panteón real o de la visión de una reproducción de la biblia mozárabe del siglo X nos va permitir recordar a Santi cada vez que volvamos a ese espacio mágico. Así de sencillo.

miércoles, agosto 12, 2015

Vida de Valle-Inclán (I)


Mi calendario de Impedimenta trae hoy el recuerdo de la amputación del brazo izquierdo de Valle-Inclán a causa de un bastonazo que le propinó su amigo Manuel Bueno. No ha sido por la errata —1999 en lugar de 1899—, sino por la precisión de una efeméride tan difícil en un escritor como el gallego, que me he ido a la biografía de Manuel Alberca, La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán (Barcelona, Tusquets Editores, 2015), otra de mis lecturas del verano y unos 26,90 euros bien empleados. La excelente biografía escrita por Alberca va mucho más allá del relato veraz de la anécdota del bastonazo; pero hay que reconocer que el capítulo séptimo «Una pelea sin gloria (julio de 1899-marzo de 1900)» está muy bien escrito y convence como relación de los hechos basada en fuentes que, en realidad, siempre han estado ahí, como las memorias del periodista Tomás Orts (A los cuarenta y tantos años de ver toros. Recuerdos, reflexiones y cosas por el estilo de un aficionado, Barcelona, Lux, 1926), que estuvo presente aquel día de julio de 1899. Alberca, que tira de documentos a lo largo de su libro, sobre el certificado del médico que amputó el brazo a Valle, da la fecha del 10 de agosto. Y el lugar: la clínica privada de Santa Teresa, en el Paseo de la Castellana, núm. 7, de Madrid. No toda la biografía es así de fría en el dato. Tiene también la interpretación y el matiz de un buen narrador que se hace presente en cada página. Sobre el modo que Valle luego utilizó este episodio de su vida, apunta Alberca que la «vergüenza por la pérdida del brazo, y sobre todo por el modo tan poco valeroso y tan absurdo como se produjo, le aconsejó ocultar la realidad de los hechos» (pág. 137). De la bien llevada combinación del dato notarial con la narración amena y con la interpretación hay un signo externo en la rotulación de los treinta y cinco capítulos del libro, que tienen su título novelesco y su data, como se ha visto en el ejemplo del capítulo séptimo: «La señorita Luisa y el conferencista (abril-noviembre de 1910)», «Presentimientos de muerte (diciembre de 1922-diciembre de 1925)», «Las finanzas de don Ramón (1926-1927)», «Toda la vida es mudanza (noviembre de 1934-enero de 1936)»... Por eso La espada y la palabra es una biografía que se lee muy bien y que puede ser tomada como una fuente fiable para componer toda la vida de uno de los escritores más grandes del siglo XX. Su fiabilidad se basa también en la sensación que te crea el autor, pues Alberca no se cansa de advertir de que la credibilidad de muchos testimonios de época sobre Valle-Inclán, de aquellos que lo conocieron, se encuentra comprometida «por razones de justificación, reivindicación o simple búsqueda de notoriedad y protagonismo personal. Con todos estos testimonios se podría escribir no una novela, sino una fabulosa saga valleinclanesca entera» (págs. 139-140). Da confianza esta manera de tratar la mucha información que hay sobre un autor como Valle-Inclán, legendario por fomentar la fabulación y por ser víctima de ella. Manuel Alberca sabe anular bien esa forma de distanciarse de la verdad a costa del personaje, y no priva al lector de ciertas perlas —como la opinión de Valle en 1910 sobre Cataluña o las «razas autóctonas americanas» que España «debía exterminar» (pág. 260)— que a más de un tonto le hará cambiar su lectura del autor. Doce de agosto, a pesar de todo. Vaya día. Han hallado los cadáveres de las dos jóvenes desaparecidas en Cuenca. Tres personas han muerto en un accidente de avioneta en Robledillo de Mohernando (Guadalajara). Una mujer ha degollado a su bebé de tres meses en un pueblo de Toledo. Y en Castelldefels ha muerto una mujer apuñalada en la calle por su expareja. Por hablar solo de lo que ocurre en España.

domingo, agosto 02, 2015

El lector desprevenido


Para quien haya tenido la suerte de ser alumno de Ricardo Senabre, e incluso para quien haya tenido la ocasión de escuchar sus conferencias o de leer algunos de sus numerosos ensayos críticos, este libro póstumo, El lector desprevenido (Oviedo, Ediciones Nobel, 2015), puede resultar un notabilísimo recuerdo vivo en letra impresa de lo que nos dio el profesor. Personalmente, mi experiencia de su lectura ha sido como revivir la de escuchar a Senabre en sus disertaciones. El libro lo propicia, pues no tiene nota alguna que interrumpa el discurso, carece de aparato crítico y se cierra tan solo con una lista de bibliografía secundaria esencial y un índice onomástico. No es una reunión de artículos dispersos de su autor, como su libro Claves de la poesía contemporánea. De Bécquer a Brines (Salamanca, Ediciones Almar, 1999); no es una recopilación de sus críticas en la prensa cultural; y tampoco una obra del aspecto más académico del magistral Literatura y público (Madrid, Paraninfo, 1987). Tiene de todo un poco; pero nadie lo explica. Las sentidas palabras («El final como principio ecuménico») de su hijo David Senabre López no están para eso; pero alguien —si al autor no le dio tiempo— podría haber justificado la escritura de este ensayo tal y como está configurado, y precisar la recuperación de algunos textos provenientes de conferencias o de otros trabajos, algo que es notorio para los lectores prevenidos de Senabre a lo largo de todos estos años. El lector desprevenido está compuesto por dieciocho capítulos: «La operación de leer», «Paréntesis acerca del mensaje literario», «Lenguaje y traducción», «La invención de palabras», «Observaciones sobre el neologismo», «Literatura y realidad», «Intermedio: Bécquer bajo la lupa», «Realidad, historia y novela», «La novela, género tardío», «De pronto irrumpe la historia de Don Quijote», «El texto y su circunstancia», «Entreacto», «La obra como acto de rebeldía», «Plagios, intertextos, autocitas», «Imitaciones, apócrifos y reescrituras», «Parodias», «Reminiscencias de lecturas» y «Lenguaje, tradición y literatura en el texto». Los títulos son suficientemente explícitos para conocer cuáles son los asuntos principales que aborda la obra, que son algunos de los que han ocupado la trayectoria profesional de Ricardo Senabre, desde la teoría de los géneros hasta el concepto y límites de la literatura o la presencia de la tradición en la obra literaria, entre otros muchos. Hay asedios más específicos, como el que dedica al neologismo o a algún autor como Gustavo Adolfo Bécquer, en capítulos que, precisamente, provienen de la reelaboración de otros trabajos anteriores. Si «la literatura se sustenta en la literatura y la dilata, la prolonga, la transforma y la explica» (pág. 352), que son las últimas palabras con las que se cierra el libro, la obra crítica de Ricardo Senabre es un continuo trasiego de lecturas, numerosísimas, que a veces van de un ensayo a otro, se retoman, se combinan con otras para iluminar una idea. Vuelven aquí Boileau y Larra, que, a costa de El castellano viejo, ocuparon uno de los primeros artículos de un Senabre de veintitantos años. El conjunto es un paseo ameno por el gran árbol de la literatura, pues no solo escuchamos al profesor que vuelve a insistir en que «la creación literaria es, por lo común, una decantación de las experiencias personales del autor» (pág. 167, en el capítulo «El texto y su circunstancia»); sino que acompaña su discurso de constantes citas literales de fragmentos o piezas completas —en el caso de algunos poemas— de toda la historia literaria, convirtiendo así estas páginas en una antología esencial de la mejor literatura. El lector desprevenido hará descubrimientos y el prevenido releerá grandes trozos del mejor lenguaje literario. Fray Luis de León, Luciano G. Egido, Federico García Lorca, Garcilaso, Luis Martín Santos, Góngora, Mesonero Romanos, Lope de Vega, Blas de Otero, Antonio Carvajal, Calderón de la Barca, José Hierro, Gonzalo de Berceo, Pérez Galdós, Antonio Machado, Espronceda, Miguel de Unamuno, Cervantes... son unos pocos de los que formarían un cortísimo hilo de textos que a veces se comunican entre ellos. En otras ocasiones, la tradición no es española (Tasso, Flaubert, Rimbaud, Charles Dickens, Boileau, Baudelaire, Henri Michaux); pero puede relacionarse con la nuestra, que también se enriquece con los ecos y reflejos de textos de autores hispanoamericanos (Reinaldo Arenas, Rubén Darío, José Manuel Marroquín, Baldomero Fernández Moreno, Guillermo Cabrera Infante, Vicente Huidobro...). Es decir, al disfrute de la lectura de las agudezas como lector de Ricardo Senabre —que combina, como buen profesor, las lecturas elementales con las más sutiles— se suma el gusto de leer decenas y decenas de ejemplos de textos literarios. Decía arriba que leer El lector desprevenido es reencontrarse con la palabra del profesor Senabre en una conferencia, una clase o una conversación. Reconozco en capítulos como «Realidad, historia y novela» y «La novela, género tardío» trozos de mis apuntes de un curso de doctorado; y en el último sobre «Lenguaje, tradición y literatura en el texto» —imaginen la sorpresa— el poema de Vicente Aleixandre —de Nacimiento último— que tuve que comentar en mi examen de Teoría de la Literatura en cuarto curso de Filología con Senabre. Después de más de medio siglo desde la publicación de sus primeros estudios, con El lector desprevenido Ricardo Senabre ha querido dejarnos una especie de epítome esencial —«Quería cerrar su ciclo», escribe su hijo David— de su pasión por la lectura, de su vocación por enseñar a leer, y una demostración de que un lector como él también ha sustentado la literatura, también la ha dilatado y prolongado, y, también, por supuesto, nos la ha explicado sin falsearla.

sábado, agosto 01, 2015

Vida secreta


Sé que algunos dirán que es poco serio decir que haber leído como epígrafe de un poema («Risas enlatadas») la siguiente secuencia: «Amy Amy Amy» me ha predispuesto favorablemente para la lectura de este libro. Compartir la afición por una serie televisiva como The Big Bang Theory y su difusión de la física, de la ciencia, de la inteligencia en general, y admirar esta manera de convertirlo en materia de poema (lo que «la musa canta») es lo que me predispone. Eso sí, después de detenerme en veintiún poemas de este Vida secreta (Barcelona, Tusquets Editores, 2015) de Javier Rodríguez Marcos (Nuñomoral, Cáceres, 1970), su autor, que es, en realidad, el primer motivo de mi predisposición. Y un nuevo argumento para tildarme de poco objetivo: conozco muy bien la trayectoria literaria de este cacereño que hoy es redactor de cultura en el diario El País, y que pasó por nuestras aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres entre 1987 y 1994, contando sus cursos de doctorado. No me ha costado reconocer algunos poemas («Zoología», que es el que abre el libro, «Es así, la belleza», «El número dos») que había leído ya hacía más de cinco años, ni encontrar en Vida secreta la razón de su madurez poética en virtud de una relectura cronológica de la corta (?) e intensa obra de su autor: Naufragios (Editora Regional de Extremadura, 1995), Mientras arden (Hiperión, 1996), Frágil (Hiperión, 2002). Ah, otra cuestión importante que va contra mi rigor crítico el confesarla: las gafas que ilustran la cubierta del libro. Es un detalle que retrata al autor. Alguien que en el perfil de su blog, Letra pequeña, se presenta así: «Javier Rodríguez Marcos estudió filología, trabaja como periodista y es miope. Pero sigue leyendo». El mismo que, en entrevista con Salvador Vaquero, en El Periódico Extremadura en 2013, dijo ser: «—Un miope de 43 años que nació en Nuñomoral (Cáceres). Creo. Lo de miope es seguro porque lo tengo delante de mis ojos». La condición de miope de JRM, difundida por él mismo —que usa lentillas— es tan conocida como para que José María Albert de Paco titulase su reseña del libro de Javier como «Un miope en un terremoto». Con su miopía, Javier Rodríguez nos tiene acostumbrados a mirar el mundo con agudeza y sagacidad de vista. Si acaso, vista cansada de la poesía poética y de retoricismos, como ya manifestó en Frágil, un libro que prolonga en Vida secreta algunas de sus propuestas de escribir lo concreto. El citado «Zoología» tiene un precedente en el poema «Palabras» de aquel libro —y recordaré que un libro como Naufragios terminaba con un poema titulado «Los nombres», antes del envío «Palabras privadas para decir en público», que es el título eliotiano que se repite ahora en la nota final de este Vida secreta y en la que hay también más de un poema en prosa e historia de interés. En Vida secreta también se prolonga el sentir que latía en un texto como «Ecología», también de Frágil, que es el que explica dos espléndidas recreaciones clásicas o poemas arcádicos del nuevo libro: «Locus amoenus» y «Et in Arcadia Elf». Un verso como «También eso es paisaje» parece resumir esta propuesta por encontrar en la realidad menos poética la razón de la poesía; propuesta que también consiste en combinar lo aparentemente liviano con la memoria personal que homenajea a los ancestros. Con un propósito de contención retórica me parece que tiene que ver la forma de muchos de los poemas de JRM, su secuencia versal, llena de encabalgamientos abruptos y de pausas, como el que no quiere prolongar el discurso para no parecer grandilocuente ni poético. Lo consigue sin perder en ritmo poético; en hondura poética, añado yo. Los años han ido convirtiendo este libro en un acarreo de textos escritos con distintas pulsiones sin voluntad de conjunto; el que ahora tienen bajo un título que hace visible poéticamente el secreto de un excelente escritor. Vida secreta es, todo, un espléndido «Retrato robot» (penúltimo poema). Nota bene: si no estoy equivocado, Amy Farrah Fowler empieza a aparecer a partir de la cuarta temporada de The Big Bang Theory. Es «Penny Penny Penny» lo que todos recordamos a partir del episodio décimo de la primera temporada. Claro que hay una canción de Amy Winehouse...